¡Descarga Anselm Jappe - Atacar desde la raiz y más Apuntes en PDF de Filosofía solo en Docsity! Anselm JAPPE ATACAR DESDE LA RAIZ las categorías fundamentales del capitalismo Indice A manera de introducción Capítulo 1. ¿Ser libres para la liberación?......................................................... Capítulo 2. Reforestar la imaginación................................................................ * Tres conceptos fundamentales Capítulo 3. Algunas buenas razones para liberarse del trabajo..................... Capítulo 4. Las sutilezas metafísicas de la mercancía...................................... Capítulo 5. Cultura, narcisismo y economía capitalista................................ * La crisis actual y la tormenta que viene Capítulo 6. Crédito a muerte............................................................................ Capítulo 7. ¿Se volvió obsoleto el dinero?....................................................... Libros de Anselm Jappe en español.................................................................. qué ocurriría si el dinero, todo el dinero, perdiera su función, tras un derrumbe financiero y económico. Para mi sorpresa, llegó a ser publicado y muy comentado en el periódico más importante de Francia, Le Monde, cuando creo que hace tan solo unos años, se me habría metido en la misma categoría que los avistadores de ovnis. Es sin embargo “importante constatar que esta crisis del capitalismo no se debe a las acciones de sus adversarios. Todos los movimientos revolucionarios modernos y casi toda la crítica social siempre imaginaron que el capitalismo desaparecería porque sería vencido por fuerzas organizadas, decididas a abolirlo y a sustituirlo por algo mejor. La dificultad era arremeter contra el inmenso poder del capitalismo, que radicaba no solo en sus fusiles sino también en el anclaje que había logrado establecer en nuestras cabezas; pero si esto se lograba, la solución estaba al alcance de la mano: existía, en efecto, un proyecto de sociedad alternativa que, en última instancia, provocaba las revoluciones. Lo que estamos viendo hoy, es el derrumbe del sistema, su autodestrucción, su agotamiento, su hundimiento. Finalmente se topó con sus límites, con los límites de la valorización del valor, latentes en su seno desde un principio. El capitalismo es esencialmente una producción de valor, representada en el dinero. En la producción capitalista solo interesa lo que da dinero. Esto no se debe a la codicia de unos capitalistas malvados. Deriva del hecho de que solo el trabajo otorga “valor” a las mercancías. Y significa también que las tecnologías no añaden un valor suplementario a las mercancías. Cuanta más maquinaria y nuevas tecnologías se utilizan, menos valor hay en cada mercancía. Sin embargo, la competencia empuja incesantemente a los propietarios de capital a utilizar tecnologías que remplacen al trabajo. El capitalismo mina así sus propias bases, y lo lleva haciendo desde el principio. Solo el aumento continuo de la producción de mercancías puede contrarrestar el hecho de que cada mercancía contiene cada vez menos “valor” y, por lo tanto, también menos plusvalor, traducible en dinero. 2 Ya conocemos las consecuencias ecológicas y sociales de esta loca carrera de productividad. Pero también es importante señalar que la caída de la masa de valor no puede ser compensada eternamente y que provoca, finalmente, una crisis de la acumulación del propio capital. En las últimas décadas, la escasa acumulación fue sustituida sobre todo por la simulación a través de las finanzas y el crédito. Esta vida “por perfusión” del capital ha encontrado ahora sus límites y la crisis del mecanismo de la valorización parece ya irreversible. Esta crisis no es, como algunos quieren hacernos creer, un ardid de los capitalistas, una manera de imponer medidas aún más desfavorables para los trabajadores y los beneficiarios de las ayudas públicas, una manera de desmantelar las estructuras públicas y aumentar las ganancias de bancos y superricos. Es innegable que algunos actores económicos logran sacar grandes beneficios de la crisis, pero esto solo significa que un pastel cada vez más pequeño se divide en porciones más grandes para un número cada vez más reducido de competidores. Es evidente que esta crisis está fuera de control y que amenaza a la supervivencia del propio sistema capitalista. Por supuesto, esto no implica automáticamente que estemos asistiendo al último acto del drama iniciado hace 250 años. Que el capitalismo haya alcanzado sus límites en términos económicos, ecológicos, energéticos no significa que vaya a derrumbarse de un día para otro, 2 Véase Jappe, Anselm, Les Aventures de la marchandise. Pour une nouvelle critique de la valeur (París, Denoël, 2003, de próxima publicación por Pepitas de calabaza) y Crédito a muerte, La descomposición del capitalismo y sus críticos, Logroño, Pepitas de calabaza, 2011. aunque esto no esté del todo excluido. Más bien se puede prever un largo periodo de declive de la sociedad capitalista, con islotes un poco en todas partes, a menudo amurallados, donde la reproducción capitalista aún funcione, y con amplias regiones de tierra quemada, donde los sujetos post-mercantiles deberán buscar la manera de sobrevivir como puedan. El tráfico de drogas y el espigueo de desechos son dos de los rostros más emblemáticos de un mundo que reduce a los propios seres humanos a la condición de “desechos” y cuyo mayor problema ya no es ser explotados, sino el ser simplemente superfluos desde el punto de vista de la economía mercantil, sin tener, sin embargo, la posibilidad de regresar a formas precapitalistas de economía de subsistencia mediante la agricultura y la artesanía. Allá donde el capitalismo y su ciclo de producción y consumo dejen de funcionar, no será posible regresar simplemente a antiguas formas sociales; el riesgo es más bien entrar en nuevas configuraciones que combinen los peores elementos de las otras formaciones sociales. Y no hay duda de que quienes vivan en los sectores de la sociedad que aún funcionen defenderán sus privilegios con uñas y dientes, con armas y técnicas de vigilancia cada vez más sofisticadas. Incluso como animal agonizante, el capitalismo puede todavía causar terribles estragos, no solo desencadenando guerras y violencias de todo tipo, sino también provocando daños ecológicos irreversibles, con la diseminación de OGM, de nano-partículas, etc. En consecuencia, la mala salud del capitalismo es solo una “condición necesaria” para el advenimiento de una sociedad liberada, no es en absoluto una “condición suficiente”, en términos filosóficos. El hecho de que la cárcel esté en llamas no nos sirve de nada si la puerta no se abre, o si se abre hacia un precipicio. Observamos, por lo tanto, una gran diferencia con el pasado: durante más de un siglo, la tarea de los revolucionarios era encontrar medios para acabar con el monstruo. Si se lograba, el socialismo, la sociedad libre o el nombre que se le quiera dar le sucedería inevitablemente. Actualmente, la tarea de los que en otro momento eran los revolucionarios se presenta de manera invertida: frente a los desastres provocados por las revoluciones permanentes operadas por el capital, se trata de “conservar” algunas adquisiciones esenciales de la humanidad e intentar desarrollarlas hacia una forma superior. Ya no es necesario demostrar la fragilidad del capitalismo, que ha agotado su potencial histórico de evolución que en sí ya es una buena noticia. Tampoco es necesario -y es otra buena noticia- concebir la alternativa al capitalismo bajo formas que más bien lo continúan. Diría que hay mucha más claridad en lo que se refiere a los objetivos de la lucha hoy en día que hace cuarenta años. Afortunadamente, dos maneras a menudo entrelazadas de concebir el post-capitalismo que dominaron durante todo el siglo XX han perdido mucha credibilidad, aunque estén lejos de haber desaparecido. Por un lado, el proyecto de superar el mercado con el Estado, la centralización, la modernización de reajuste, y de confiar la lucha para alcanzar este objetivo a organizaciones de masas dirigidas por funcionarios. Poner a trabajar a todo el mundo era la meta principal de estas formas de “socialismo real”; hay que recordar que tanto para Lenin como para Gramsci, la fábrica de Henry Ford era un modelo para la producción comunista. Es cierto que la opción estatal sigue teniendo sus adeptos, ya sea a través del entusiasmo por el caudillo 3 Chávez o reclamando más intervencionismo estatal en Europa. Pero en conjunto, el leninismo en todas sus variantes ha perdido influencia sobre los movimientos de protesta desde hace treinta años, y eso está muy bien. La otra manera de concebir la superación del capitalismo de manera que más bien pareciera su intensificación y modernización, es la confianza ciega en los beneficios del 3 N. del T.: en castellano, en el original. desarrollo de las fuerzas productivas y de la tecnología. En ambos casos, la sociedad socialista o comunista era concebida esencialmente como una distribución más justa de los frutos del desarrollo de una sociedad industrial por lo demás fundamentalmente igual. La esperanza en la tecnología y la maquinaria para resolver todos nuestros problemas ha sufrido golpes severos desde hace cuarenta años, por el nacimiento de una conciencia ecológica y porque los efectos paradójicos de la tecnología sobre los seres humanos se han hecho más evidentes (quisiera recordar aquí que Ivan Illich, a pesar de todas las reservas que podría formular sobre algunos aspectos de su obra, ha tenido el gran mérito de poner en evidencia estos aspectos paradójicos y quebrantar la fe en el “progreso”). Si bien la creencia de que el progreso tecnológico lleva al progreso moral y social ya no asume la forma de la exaltación de las centrales nucleares “socialistas” o de la siderurgia, o la del elogio incondicional del productivismo ha encontrado, sin embargo, una nueva vida en las esperanzas a menudo grotescas en la informática y la producción “inmaterial”; como ocurre por ejemplo con el debate actual sobre la “apropiación”, al cual se han asociado recientemente el concepto de “commons” o “bien común”. Es cierto que toda la historia (y la prehistoria) del capitalismo ha sido la historia de la privatización de los recursos que antes eran comunes, como el caso ejemplar de los cercamientos (enclosures) en Inglaterra. De acuerdo con una perspectiva ampliamente difundida, al menos en los entornos informáticos, la lucha por la gratuidad y el acceso ilimitado a los bienes digitales es una batalla que tiene la misma importancia histórica y sería la primera batalla ganada en muchos siglos por los partidarios de la gratuidad y el uso común de los recursos. Sin embargo, los bienes digitales nunca son bienes esenciales. Puede resultar simpático disponer siempre gratuitamente de la última música o de tal videoclip, pero los alimentos, la calefacción o la vivienda no son descargables por internet y están, por el contrario, sometidos a una rarefacción y a una comercialización cada vez más intensas. El intercambio de archivos (file-sharing) puede ser una práctica interesante, pero tampoco deja de ser un epifenómeno comparado con la rarefacción del agua potable en el mundo o con el calentamiento climático. La tecnofilia bajo formas renovadas resulta hoy menos “pasada de moda” que el proyecto de “tomar el poder” y constituye quizás un obstáculo fundamental para una ruptura profunda con la lógica del capitalismo. Sin embargo, la difusión de propuestas como el decrecimiento, el ecosocialismo, la ecología radical o el retorno de los movimientos campesinos en todo el mundo indican, con toda su heterogeneidad y con todos sus límites, que cierta parte de los movimientos de protesta actuales no quiere confiar al progreso técnico la tarea de conducirnos a la sociedad emancipada. Y es, una vez más, una buena noticia. Diría, por lo tanto, que actualmente existe, en principio, una mayor claridad respecto a los contornos de una verdadera alternativa al capitalismo. Una perspectiva como la que esbozó Jérôme Baschet en 2009 me parece totalmente razonable. 4 Sobre todo, es muy importante no limitarse a una crítica de la forma ultra-liberal del capitalismo, sino apuntar al capitalismo en su conjunto, es decir a la sociedad mercantil basada en el trabajo abstracto y el valor, el dinero y la mercancía. Estamos, por consiguiente, un poco más convencidos de que el capitalismo está en crisis 4 Intervención en el “Primero Seminario internacional de reflexión y análisis: ...Planeta Tierra, movimientos antisistémicos...”, organizado por la Universidad de la Tierra (San Cristóbal de las Casas, 30 de diciembre de 2009 – 2 de enero de 2010), publicada con el título “Anticapitalisme / postcapitalisme”, en la revista Réfractions, 25, 2010. es su otra cara, a pesar de estar estructuralmente sometido al capital ya que éste debe aportarle los medios económicos indispensables para su intervención. El Estado nunca puede ser un espacio público de decisión soberana. Pero incluso entendido como binomio Estado-Mercado, el capitalismo no es, o ya no es, una mera coacción que se impone desde fuera a unos sujetos siempre en resistencia. El modo de vida que ha creado el capitalismo hace ya mucho tiempo que es aceptado casi por doquier como altamente deseable y su final posible como una catástrofe. Evocar la “democracia”, incluso “directa” o “radical”, no sirve de nada si los sujetos a los que se pretende restituir su voz reflejan fundamentalmente el sistema que los contiene. Es por esto que la consigna “somos el 99%”, inventada según parece por el antiguo publicista convertido en contrapublicista (adbuster) Kalle Lasn, y que los medios consideran como “genial”, me parece delirante. ¿Bastaría con liberarse del dominio del 1% más rico y más poderoso de la población para que todos los demás viviéramos felices? Entre estos “99%”, ¿cuántos pasan horas y horas cada día frente al televisor, explotan a sus empleados, roban a sus clientes, aparcan el coche en la acera, comen en McDonald's, pegan a su mujer, compran videojuegos a sus niños, hacen turismo sexual, gastan su dinero en ropa de marca, consultan su móvil cada dos minutos, es decir, forman parte por entero de la sociedad capitalista? Herbert Marcuse ya había definido claramente la paradoja, el verdadero círculo vicioso de cualquier empresa de liberación y que, desde entonces, no ha dejado de agravarse: los esclavos tienen que ser ya libres para liberarse. Hay quien tildará estas críticas de excesivas, poco generosas o incluso sectarias. Se dirá que, al fin y al cabo, lo importante es que la gente se mueva, que proteste, que abra los ojos. Υ que ya profundizarán luego en las razones de su revuelta, que el grado de consciencia que tienen puede elevarse. Es posible y de hecho nuestra salvación depende de esto. Pero, para lograrlo, es indispensable criticar todo lo que hay que criticar en estos movimientos, en lugar de correr detrás de ellos. No es cierto que cualquier oposición, cualquier protesta, es en sí misma una buena noticia. Con los desastres que se producirán en cadena, con las crisis económicas, ecológicas y energéticas que no harán sino profundizarse, es absolutamente seguro que la gente se rebelará contra lo que le ocurra. Pero la cuestión radica en saber cómo reaccionarán: tal vez vendan droga y envíen a sus mujeres a prostituirse, tal vez roben las zanahorias ecológicas cultivadas por un campesino o tal vez se enrolen en una milicia, pueden organizar una inútil masacre de banqueros y políticos o dedicarse a la caza de inmigrantes. Tal vez se limiten a organizar su propia supervivencia en medio de la debacle o pueden adherirse a movimientos fascistas y populistas, que busquen a unos culpables para la venganza popular. O pueden por el contrario, implicarse en la construcción colectiva de una mejor manera de vivir sobre las ruinas dejadas por el capitalismo. No todo el mundo abocará a esta última opción, y es incluso la más difícil. Si atrae a muy poca gente, será aplastada. Por lo tanto, lo que podemos hacer actualmente es, esencialmente, obrar para que las protestas, que seguirán surgiendo de todas maneras, tomen el buen camino. Sin lugar a dudas, la presencia de rasgos procedentes de las sociedades precapitalistas puede aportar aquí una buena contribución para optar por el buen camino. Reforestar la imaginación * Creo que es verdaderamente un signo de los tiempos cuando personas que provienen de horizontes teóricos y existenciales distintos –aunque sin duda no opuestos– terminan por llegar a conclusiones bastante convergentes. Creo que esto es algo que ocurre cada vez más a menudo. Y es que no solo coincidimos en la crítica del capitalismo y de la sociedad de la mercancía, sino sobre todo en que estamos dispuestos a acabar con ciertas vacas sagradas de la historia de la oposición al capitalismo. Y una vez más salta a la vista que la crítica en profundidad de la sociedad basada en el fetichismo de la mercancía debe sin duda sus categorías fundamentales a Marx, pero no debe gran cosa a los autores que se hacen llamar marxistas. De todas las categorías que están en juego aquí –el trabajo abstracto, la mercancía, el valor, el dinero, el estado–, quizá la más importante sea precisamente la de trabajo abstracto. Por eso, para evitar malentendidos, quizá pueda ser útil detenerse un momento a explicar a qué se refiere el concepto de trabajo abstracto en Marx. El trabajo abstracto no tiene nada que ver con el trabajo inmaterial. Según la teoría marxiana, todo trabajo productor de mercancías tiene una dimensión abstracta: todo trabajo es al mismo tiempo concreto y abstracto. En realidad sería más adecuado hablar del lado abstracto del trabajo, como hace el propio Marx cuando habla de la doble naturaleza que el trabajo asume en el capitalismo –y solo en el capitalismo. Toda actividad produce algo –ya sea material o inmaterial, un bien o un servicio–, y desde ese punto de vista es una actividad concreta. Al mismo tiempo, todo trabajo en el capitalismo tiene un lado abstracto, en el sentido de que es también un gasto de energía, un gasto que se mide en tiempo. Si se toma su dimensión concreta, cada actividad es diferente de las demás y produce algo distinto: el trabajo del carpintero que produce una mesa es distinto del trabajo de un mecánico que produce una máquina. En cambio, desde el punto de vista de su dimensión abstracta, se trata simplemente de dos gastos de cantidades distintas de energía humana, que como tal es siempre igual. Lo que caracteriza al capitalismo es que es la única sociedad en la historia en la que este lado abstracto ha llegado a ser más importante que el lado concreto. Esto no es un hecho natural, sino un hecho puramente histórico: en la sociedad de la mercancía, lo concreto existe únicamente como encarnación de lo abstracto. Desde el punto de vista de la economía capitalista, la diferencia entre una bomba y un juguete no es una diferencia esencial. Lo que importa son las diferentes cantidades de valor, y por tanto también de plusvalor, que representan, y que asumen la forma de una determinada cantidad de dinero. Si la producción de juguetes no genera suficiente plusvalor, simplemente se abandona, sin ninguna consideración por su contenido concreto. El motivo de ello no es una particular codicia de los operadores económicos: no se trata de un problema moral o psicológico. Se trata de la ley estructural de la sociedad capitalista, basada en la competencia de todos contra todos. En la economía capitalista, el único objetivo es transformar una cantidad inicial de valor en una cantidad mayor, y esto quiere decir transformar una suma de dinero en más dinero. Uno invierte 100 euros con el objetivo de obtener al final 120 euros. Esto solo puede lograrse aumentando la cantidad de trabajo abstracto que se pone en juego. Que esto suceda mediante * Intervención en la librería Enclave (Madrid, 11 de abril de 2015), publicada en Anselm Jappe, Jordi Maiso y José Manuel Rojo, Criticar el valor, superar el capitalismo, Enclave, 2015. Traducción del italiano: Jordi Maiso. la producción de bombas o a través de la producción de juguetes es algo indiferente para esta lógica. Las bombas serían simplemente una especie de “daño colateral”. Toda la materialidad del mundo, las necesidades y los deseos humanos, los recursos, la salud de los trabajadores, las consecuencias ecológicas, etc., todo esto se subordina al único objetivo de la economía capitalista: reproducir y aumentar el capital. Por ello la sociedad moderna es una sociedad basada en el continuo aumento del trabajo, en un aumento tautológico del mismo. No se trabaja para satisfacer una necesidad y después de eso vendrían el sosiego y la calma, sino que se trabaja para poder trabajar aún más. Como bien ha dicho José Manuel Rojo, prácticamente todos los pensadores modernos son apologetas del trabajo. En este sentido la posición de Marx es más bien ambigua: no hay duda de que en él hay un cierto elogio del trabajo, pero coexiste con una verdadera crítica categorial del trabajo. Al fin y al cabo, Marx ha escrito El capital para criticar la existencia misma del trabajo abstracto, del capital, de la mercancía, del dinero y del valor. En Marx, estas categorías aparecen como categorías históricas, y no como categorías transhistóricas, eternas, consustanciales al género humano, como sí ocurre en la economía burguesa. Marx insiste en que estas categorías son exclusivas del capitalismo, e insiste también en su carácter destructivo. Una sociedad en la que el trabajo concreto está subordinado al trabajo abstracto es una sociedad condenada a la crisis permanente y a la catástrofe final. Pero casi ningún marxista ha retomado este aspecto de la crítica marxiana. El movimiento obrero, como bien dice su propio nombre, estaba integrado por personas que estaban orgullosas de ser obreras, y lo que demandaba era una distribución más justa de los beneficios y del plusvalor. Todo el marxismo tradicional y todo el movimiento obrero han sido fundamentalmente una lucha por la distribución de estas categorías, que se consideraban de suyo evidentes. Dinero, mercancía, valor y trabajo se aceptaban como elementos indispensables de la vida humana; o a lo sumo se prometía su abolición en un futuro lejano, el día en que llegara el comunismo perfecto. Todas las propuestas teóricas, y también las prácticas, del movimiento obrero tenían como objetivo una justicia distributiva. No quiero dar la impresión de mirar estas luchas por encima del hombro: se trataba de luchas necesarias, absolutamente necesarias, y a menudo incluso grandiosas. Pero hoy también hay que tener el valor de reconocer que estas luchas no rebasaban la inmanencia del sistema capitalista. Eran intentos de gestionar mejor la sociedad capitalista industrial sin abolir sus categorías básicas. El capitalismo no se identificaba con el trabajo abstracto, la mercancía, etc., sino únicamente con la propiedad privada de los medios de producción, y por eso la abolición de esa propiedad privada parecía implicar ya la superación del capitalismo. Toda la historia del movimiento obrero está atravesada por la gran división entre reformadores y revolucionarios, entre radicales y moderados. Pero, visto retrospectivamente, la diferencia parece referirse más bien a los métodos que al contenido. Los movimientos revolucionarios querían alcanzar con medios más violentos y más directos la misma justicia distributiva. Hoy resulta bastante fácil criticar la tradición leninista y estalinista del movimiento obrero –aunque en los últimos años esta tradición está viviendo una preocupante revalorización; basta pensar en teóricos tan influyentes como Alain Badiou o Slavoj Žižek. Pero lo que es más importante y lo que quizá nos resulte más doloroso, es tener que admitir que muchos teóricos libertarios, comunistas de izquierda, consejistas, etc., tampoco lograron rebasar el horizonte de la producción de valor, como han demostrado los trabajos de Seidmann 5 y otros análisis similares. Incluso el que fue sin duda el mejor episodio de todo el 5 Seidman, Michael, Los obreros contra el trabajo. Barcelona y París bajo el Frente Popular, Logroño, Pepitas de calabaza, 2014. En definitiva, el escenario ha cambiado de forma radical en las últimas décadas. Ya no vivimos en un capitalismo ascendente y triunfante, sino en un capitalismo en fase de declive. Al reducirse, a menudo el capitalismo no deja más que islas en las que aún puede funcionar una reproducción normal en términos capitalistas, mientras que cada vez más regiones del mundo se ven abandonadas a su propia suerte: no solo países enteros, sino también vastas zonas en el interior de los países llamados desarrollados. Llegados a este punto, las viejas luchas inmanentes del movimiento obrero han perdido en buena medida su función. Mientras el capitalismo se encontraba aún en una fase ascendente, el pastel aún crecía y había algo que distribuir. Pero ahora que el pastel del valor disminuye se revela prácticamente imposible plantear luchas redistributivas que puedan llevar a buen puerto. La principal arma del trabajador, es decir, su negativa a poner a disposición su fuerza de trabajo, ya no es eficaz. Desde hace al menos cincuenta años ha habido muchos nuevos pretendientes para el trono abandonado por el viejo proletariado. Se ha hablado de los trabajadores informáticos, los precarios, las masas del tercer mundo, las mujeres, las minorías sexuales o unas “multitudes” apenas definidas... Ha habido muchos candidatos. Pero cada vez resultaba más evidente que el capitalismo es una organización social que abarca a todos sus integrantes. Por supuesto que hay ciertas personas que se ven beneficiadas y otras que tienen que hacer frente a sufrimientos mucho mayores, pero nadie puede pretender estar fuera de la lógica de la competencia y de la venta de uno mismo. Al mismo tiempo, nadie saca únicamente beneficios de este sistema: basta pensar en el calentamiento global, que es una consecuencia directa del modo de producción capitalista y que representa una amenaza para todos. Por ello la cuestión de quiénes combaten y quiénes sostienen hoy este sistema se plantea hoy de un modo inédito, y a menudo depende bastante poco del papel que cada uno ocupa dentro del aparato productivo. Y es que hoy la cuestión ya no es tanto cómo derribar un sistema aparentemente fortísimo, sino más bien cómo reaccionar ante una crisis que ya está ahí y que no va a desaparecer. La cuestión es cómo crear nuevas formas de cooperación social, de relación con la naturaleza, pero también nuevas formas de vida individual, de imaginación, de pensamiento, que permitan construir alternativas a un proceso de derrumbamiento que ya está ganando terreno. La cuestión no es si habrá movimientos de oposición a lo existente, sino en qué dirección irán. Uno de los peligros más grandes es el surgimiento de nuevas formas de populismo, a menudo centradas en una crítica unilateral de las finanzas y la especulación. Se trata de un nuevo populismo que combina viejos elementos de la derecha y la izquierda, del que por ejemplo el Movimiento 5 Estrellas en Italia representa ya un síntoma preocupante. Pero la teoría crítica ya no puede fijarse únicamente en las luchas del pasado e intentar reeditar de nuevo las formas de lucha de los años treinta o algo parecido. Una buena parte de la izquierda está demasiado absorta en la contemplación de los pocos momentos felices de la historia, pensando poder extraer de ellos alguna receta mágica capaz de surtir efecto hoy. En lugar de eso habría que volver a pensar toda la cuestión. Y hay entender que hoy la pretensión de salir del dinero, de la mercancía y del trabajo ya no es un programa utópico. El propio capitalismo está marchando en esta dirección, y mucho mejor que los revolucionarios: el trabajo ya está desapareciendo, como también el dinero verdadero, no meramente ficticio, y en este contexto habrá cada vez también menos mercancías. Por ello la cuestión es más bien cómo saldremos de este sistema: de forma catastrófica o de forma ordenada. Está claro que la salida ordenada no la llevarán a cabo el Estado o las grandes instituciones, gestionadas por personas que siguen intentando sobrevivir un poco mejor que los demás en un barco que se hunde. Creo que después de las desventuras del gobierno de Syriza en Grecia no es necesario insistir en la crítica de la ilusión politicista. 7 Si uno respeta las categorías principales de la economía capitalista –y en realidad toda la izquierda quiere respetarlas– no es posible cambiar algunos detalles en un puro acto voluntarista. Esto es algo que hoy resulta más evidente que nunca. Pero tampoco serviría para nada guiar una revuelta populista en la que se colgara a los banqueros. A veces la crítica que se dirige exclusivamente contra las finanzas adopta un tono antisemita, al presentar una vez más al pueblo bueno y decente amenazado por un estrato de “parásitos” identificados implícita o explícitamente con “los judíos”. Esta es una música que ya conocemos... Ante todo tenemos que dejar de identificarnos con el rol del consumidor, del trabajador, del ciudadano, del elector. Hoy las exigencias de las personas humanas solo pueden imponerse contra estas categorías. Los movimientos sociales deben insistir en que todos tenemos derecho a vivir aunque no consigamos vender nuestra fuerza de trabajo, aunque no encontremos ningún comprador. Al mismo tiempo hay que redefinir qué se entiende por vida buena. La salida de la sociedad de consumo pasa también por aquí. Ivan Illich hablaba de una ascesis voluntaria, pero yo no la llamaría ascesis. Ascesis significa renunciar a algo agradable. Más bien creo que, como dice Serge Latouche, habría que “descolonizar” nuestro imaginario y nuestra idea de felicidad. 8 Me gustaría cerrar con una frase de Guy Debord, el fundador del movimiento situacionista, al que he consagrado un libro. Debord escribió, ya en 1957, que “hay que combatir con todos los medios la idea burguesa de la felicidad”. 9 Creo que los surrealistas de Madrid estarían totalmente de acuerdo conmigo. Esto significa también que salir del capitalismo no puede ser tan solo una cuestión de luchas defensivas y de luchas por la supervivencia. No puede ser únicamente una cuestión económica o política: requiere también un elemento de placer y alegría. No basta con oponerse al empobrecimiento de nuestras vidas provocado por la crisis del capitalismo, sino que al mismo tiempo hay que aprovechar esta situación para encontrar un nuevo modo de vida. Y aquí tenemos una oportunidad al alcance de todos: es decir, el grupo social en el que uno nace, el trabajo que cada uno hace, el país en el que uno vive no tiene por qué influir en nuestra disponibilidad para buscar nuevas formas de vida. A veces se acusa a la crítica del valor de ser “determinista” y sostener que la crisis final del capitalismo vendría de manera automática. En realidad, el análisis que ofrece la crítica del valor solo demuestra que ya no volveremos a una normalidad capitalista. Pero sobre lo que venga después, sobre cómo se salga de esta crisis, sobre eso no hay determinismo ninguno. Antes muchos creían que las crisis llevaban necesariamente a una revolución o a la emancipación. Nosotros, por desgracia, ya no podemos tener esta certeza de salvación. El resultado final de esta conmoción histórica está aún completamente abierto, y por ello la vieja frase de Marx es más verdadera que nunca: “Socialismo o barbarie”. 7 Esta frase, pronunciada en abril de 2015, se ha visto confirmada demasiadas veces desde entonces. 8 Latouche, Serge, Sobrevivir al desarrollo: de la descolonización del imaginario económico a la construcción de una sociedad alternativa, Madrid, Icaria, 2007. 9 Debord, Guy, “Informe sobre la construcción de situaciones”, Fuera de Banda # 4: Situacionistas: ni arte, ni política, ni urbanismo, Valencia, 1997. Algunas buenas razones para liberarse del trabajo * ¿Qué significa “liberarse del trabajo”? ¿Sería posible vivir bien sin trabajar? A primera vista, parece que es necesario trabajar para ganarse la vida, a menos que se explote a otros. Creemos que todo lo que necesitamos para vivir sólo exista a través del trabajo. Por eso, una crítica del trabajo parece tan fantasiosa como intentar criticar la ley de la gravedad universal o la presión atmosférica. El trabajo sería esta cosa a veces muy desagradable, pero de la cual no hay manera de liberarse. Por supuesto, voy a defender otro punto de vista. Un punto de vista que comparto con la teoría de la crítica del valor, elaborada en los últimos años por la revista alemana Krisis, asi como por autores de otros países. Se trata de una crítica del trabajo, considerado como una categoría típicamente capitalista, e incluso como el corazón de la sociedad capitalista. Naturalmente, es preciso hacer una distinción entre “trabajo” y “actividad”. Criticar la actividad humana carecería por completo de sentido. Porque es evidente que el ser humano, de una forma u otra, es siempre activo, y que esto es necesario para organizar “el intercambio orgánico con la naturaleza” –como expresa Marx–, es decir, la extracción de la naturaleza de los medios necesarios para la subsistencia. Sin embargo, lo que hoy llamamos “trabajo”, por lo menos desde hace doscientos años, no es la mismo cosa que la actividad, ni siquiera que la actividad productiva. Pues si decimos “trabajo”, en general, hacemos semejantes, por medio de un solo concepto, las cosas más diferentes, las más dispares, excluyendo simultáneamente otras tantas. Por ejemplo, hacer panecillos o conducir un automóvil, layar la tierra o escribir con un teclado, gobernar un país o pronunciar una conferencia, todo esto es normalmente considerado como un trabajo, pues se traduce en una suma de dinero, como algo que puede ser vendido o comprado en el mercado. Hay también otras actividades que son igualmente importantes para la vida humana que, sin embargo, no son consideradas como trabajo, debido a que no generan sumas de dinero: por ejemplo, todo el sector doméstico tradicionalmente asignado a las mujeres, el cuidado de los niños o de los ancianos, etc. El concepto de trabajo es, pues, algo que separa una parte de las actividades humanas respecto de todas las demás, por ejemplo frente al juego, a los rituales, a los intercambios directamente sociales, asimismo como a toda la reproducción privada o doméstica. La prueba de eso es el hecho de que la palabra “trabajo” nos parece evidente. Ahora bien, esa palabra no existía ni en griego, ni en latín, ni en otras lenguas, por lo menos en el sentido moderno. No sé si todos ustedes conocen cuál es el origen de la palabra. Ella proviene de la palabra latina “tripalium”, un instrumento de tres pies –de allí su nombre– utilizado a fines de la Antigüedad; un instrumento que servía para torturar a los siervos rebeldes que rehusaban trabajar. En esa época, había muchas personas que sólo trabajaban si se las forzaba a través de la tortura. Esta palabra “trabajo”, pues, que no proviene del latín clásico sino de la Edad Media, no se refiere ya a la actividad en cuanto tal, útil a la producción, y menos aún a la plenitud o a la realización de sí mismo, sino que indica la forma en que algo penoso es obtenido por la fuerza; algo que carece de un contenido preciso. Lo mismo ocurre con la palabra latina “labor” que, en su origen, designa una especie de peso * Intervención en el Foro Social del País Vasco (Bayona, 2005). Traducción: Juan Diego González Rua, con revisión de Jérôme Baschet. cantidad de trabajo, pues el trabajo crea valor y la ganancia no se origina más que por lo que Marx denomina la plusvalía o el plusvalor, porque es solamente la parte del trabajo que no es pagada a los trabajadores y es apropiada por el dueño del capital, de donde se obtiene la ganancia del plusvalor, que es una parte del valor. ¿Qué debe entonces hacer el propietario del capital? Existe una suma de dinero y con esta suma él compra fuerza de trabajo, los recursos naturales y las máquinas, hace trabajar al obrero y luego retiene el producto. Sin embargo, hay una diferencia muy importante respecto de otros tipos de sociedad. Naturalmente, el propietario del capital no realiza esta inversión si, al final del proceso, no ha acumulado una suma de valor mayor que la del comienzo. Invertir su dinero quiere decir invertir diez mil euros para obtener al final doce mil euros, de otra forma no tiene sentido desde un punto de vista capitalista. Así, el aspecto abstracto se impone sobre el concreto. En otro tipo de sociedad, continúo simplificando, en la medida en que frente a un intercambio concreto – por ejemplo entre el ebanista y el sastre–, al no ser la relación de valor el aspecto más relevante, se trata de una situación en la que el primero no necesita de una mesa más, por lo que puede intercambiarla por una camisa que no puede hacer pero que otro le va a dar. En este caso existe una relación entre dos necesidades. Allí en donde, por el contrario, el objetivo de la producción es el transformar una suma de dinero en una suma de dinero mayor, no existe este interés por la necesidad, sino solamente por un crecimiento cuantitativo. Si intercambio una camisa por una mesa no hay necesidad de un crecimiento cuantitativo: aquí, en este hipotética sociedad anterior al capitalismo, lo importante es que todas las necesidades sean satisfechas. No sucede igual cuando el dinero es el objetivo de la producción. No hay, entonces, ningún objetivo concreto; la única meta está en el aumento cuantitativo que permite, esto es, en transformar diez en doce, luego doce en catorce, catorce en veinte, etc. Aquí hay una diferencia enorme entre la sociedad capitalista y todas las sociedades que la han antecedido. La característica de la sociedad capitalista no es la de ser injusta o de fomentar la explotación. Las otras sociedades lo eran igualmente, pero eran sociedades más o menos estables, pues la producción tenía como objetivo la satisfacción de necesidades, por lo menos las necesidades de los amos. Esto implica que todo objetivo concreto tenía sus propios límites; al no poder comer todo el tiempo, toda actividad concreta encuentra su límite. No ocurre lo mismo con una actividad puramente matemática, cuantitativa, como el aumento de capital, del dinero, pues allí no hay ningún límite natural, es un proceso que debe siempre continuar, y es la competencia la que empuja a todas las personas a nunca limitarse y, por el contrario, a buscar siempre el aumento de su capital: de esta forma actúa cada propietario del capital, sin ninguna consideración por las consecuencias ecológicas, humanas, sociales, etc. Todo esto no es nuevo; no hago otra cosa que resumir lo que afirma Marx. Sin embargo, este lado de Marx resulta menos conocido que, por ejemplo, lo que se refiere a la lucha de clases. Sin embargo, es necesario recordar que el capital es dinero acumulado. El dinero es el representante más o menos material del valor, y el valor es trabajo. En realidad, el capital no es completamente opuesto al trabajo, pues el capital es trabajo acumulado. En esta medida, la acumulación de capital es acumulación de trabajo. O, más precisamente, de trabajo muerto, de trabajo pasado que crea valor, el cual bajo su forma dineraria es enseguida reinvertido en los ciclos productivos. Porque un propietario de capital tiene el interés de hacer trabajar lo más posible: si obtengo una cierta ganancia empleando a un obrero, obtengo el doble de ganancia empleando a dos obreros, y si empleo a cuatro obreros, si todo marcha bien, obtengo cuatro veces la misma ganancia. Esto quiere decir que el propietario del capital tiene todo el interés puesto en hacer trabajar lo más posible. La cuestión no es hacer trabajar porque la sociedad tenga necesidades, sino hacer trabajar por trabajar, pues es solamente haciendo trabajar que se acumula capital. Incluso puede crearse la necesidad con posterioridad, si es preciso. La sociedad del capital no es solamente la sociedad de la explotación del trabajo de unos por otros, sino es la sociedad en la que el trabajo representa la forma fundamental de riqueza social. La acumulación de objetos concretos, de bienes de uso, bastante real en la sociedad capitalista industrial, es, de cierta forma, un aspecto secundario porque la totalidad del lado concreto de la producción no es más que una especie de pretexto para hacer trabajar. Y esto porque es solamente trabajando que se crea valor, en definitiva la única cosa que interesa desde el punto de vista del capitalismo (el dinero representa trabajo). Puede entonces afirmarse que el trabajo es una categoría típicamente capitalista, que no siempre ha existido. Y esto es visible, en efecto, porque desde su aparición, el capitalismo se ha encargado de desencadenar un tipo de trabajo nunca antes visto. En Francia, hasta la revolución de 1789, como probablemente ustedes lo saben, uno de cada tres días era feriado. Incluso los campesinos, si trabajaban mucho en ciertos momentos del año, trabajaban mucho menos en otros momentos. Mientras que con el capitalismo industrial, el tiempo de trabajo se ha duplicado o casi triplicado en unas décadas. Al inicio de la Revolución industrial se trabajaba hasta dieciséis o dieciocho horas por día. Está realidad viene descrita en las novelas del autor inglés Charles Dickens. En la actualidad, aparentemente, se trabaja menos. En Europa, se ha llegado a la semana de cuarenta horas, o en algunos países de treinta y cinco horas, que podría quizás, en alguna medida, corresponder a las horas de trabajo de la sociedad preindustrial, incluso si allí no existía la diferencia entre trabajo y no trabajo. Pero ahora no se trabaja menos que en el siglo XIX, pues es la densidad del trabajo la que ha aumentado enormemente. Por ejemplo, la primera fábrica que introdujo la jornada de ocho horas no lo hizo bajo la presión de movimientos obreros, ni por obra de un filántropo socialista, sino por decisión del famoso Henry Ford, quién construyó la fábrica más grande de automóviles en Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Ford introdujo la jornada de ocho horas y aumentó significativamente los salarios debido a que, con la gestión científica de la fuerza de trabajo llevada a cabo por el ingeniero Taylor, se había hallado formas de hacer ejecutar a los obreros mayor cantidad de trabajo en ocho horas que lo que hacían antes en diez o doce horas. Ford había comprendido que organizando de manera científica cada movimiento –llevando a cabo la famosa cadena automática–, él podía hacer construir más automóviles por sus obreros en ocho horas, que otras fábricas en diez o doce horas. Se puede, entonces, estar seguro de que toda la reducción del tiempo de trabajo estaba, al mismo tiempo, acompañada por un aumento en la densidad del ritmo de trabajo. Incluso hoy, resulta evidente que el trabajo tiende, en general, a desbordar los marcos temporales una vez establecida la semana de cuarenta o treinta y cinco horas, porque en tiempos de desempleo masivo, si no se quiere arriesgar a perder el trabajo, es necesario continuar trabajando siempre, incluso en la casa: es necesario seguir en formación continua, informarse o hacer deporte para mantenerse siempre en forma para el trabajo. Hoy en día, si bien la semana de trabajo dura treinta y cinco o cuarenta horas, nuestra realidad está mucho más determinada por el trabajo que en las sociedades anteriores. Aquí está la paradoja: a pesar de todos los medios productivos inventados por el capitalismo, se trabaja cada vez más. Este es uno de los factores más simples y evidentes de los que, con frecuencia, se olvida hacer mención. El capitalismo ha sido siempre una sociedad industrial. Ha comenzado con la máquina de vapor y los oficios de tejido porque cada invención tecnológica utilizada por el capitalismo siempre apuntaba a remplazar el trabajo vivo por una máquina, o a permitirle al obrero hacer diez veces más que un artesano. Esto quiere decir que toda la tecnología capitalista es una tecnología para economizar trabajo. Y, por lo tanto, para producir el mismo número de cosas que antes con mucho menos trabajo. ¿Cuál es el resultado? Trabajamos cada vez más, es la realidad que vivimos desde hace doscientos cincuenta años. En efecto, un economista del siglo XIX, de quien no se puede sospechar que fuese un gran crítico del capitalismo, John Stuart Mill, ya dijo que ninguna invención destinada a economizar trabajo le había permitido jamás a nadie trabajar menos. Además, en la medida en que más máquinas existen para economizar trabajo, es necesario trabajar aún más. Y esto es completamente lógico, pues si en una sociedad que quiere satisfacer necesidades concretas existen posibilidades tecnológicas para producir más, esto querría decir que toda la sociedad debería trabajar menos; o incluso, si se pretende aumentar un poco el consumo material, podría producirse un poco más, pero siempre trabajando poco. En realidad, en la sociedad capitalista que no tiene ningún objetivo concreto, ningún límite, sino que siempre apunta tan sólo al aumento de la cantidad dineraria, resulta completamente lógico que toda invención que aumente la productividad del trabajo tenga por resultado el hacer trabajar aún más a los seres humanos. No necesito extenderme más sobre las consecuencias catastróficas que acarrea ese tipo de sociedad. Diría que allí se encuentra la explicación profunda de la crisis ecológica, que no se debe a una especie de avidez natural del hombre que siempre quiere poseer más, ni tampoco al hecho de que haya demasiados humanos en el mundo. Más bien, la razón profunda de la crisis ecológica es de ubicarse en el crecimiento de la productividad del trabajo. Porque en una lógica de acumulación del capital, lo único que tiene relevancia es la cantidad de valor contenida en cada mercancía. Si un artesano requiere de una hora para hacer una camisa, esta camisa vale una hora en el mercado. Si con una máquina, el mismo obrero puede hacer diez camisas en una hora -continúo simplificando- cada camisa implica seis minutos de trabajo y vale solamente seis minutos. Por lo tanto, la ganancia para el propietario del capital es de dos minutos por cada camisa. Lo que implica que para obtener la misma ganancia que antes, él debería producir y vender diez camisas, mientras que anteriormente bastaba con una camisa. La productividad creciente de trabajo en el sistema capitalista empuja al aumento continuo de la producción de bienes concretos, más allá de toda necesidad concreta. Posteriormente, la necesidad viene creada de forma artificial, para lograr agotar todas estas mercancías. Se trata de un proceso inevitable, pues toda invención reduce el trabajo necesario, y por lo tanto la ganancia que reside en cada mercancía. Por lo tanto, siempre es necesario producir más mercancías. Una sociedad en la que el trabajo constituye el bien supremo es una sociedad que lleva a consecuencias catastróficas en el plano ecológico. La sociedad del trabajo no resulta agradable ni para los individuos, ni para la sociedad, ni para el planeta entero. Pero esto no es todo, pues la sociedad del trabajo, desde hace más de doscientos años, declara a sus miembros: “No hay más trabajo”. He aquí una sociedad fundada en el trabajo en la que, si no se es propietario del capital, es necesario vender la propia fuerza de trabajo para poder vivir, pero esta sociedad no quiere más de esta fuerza de trabajo, no le interesa más. Esta es la sociedad del trabajo que elimina el trabajo. Es la sociedad que ha hecho del trabajo una condición absolutamente necesaria para acceder a la riqueza social. No se trata aquí de una casualidad. Ya podían preverse estas consecuencias en los inicios del capitalismo, si se consideraba la contradicción fundamental del trabajo capitalista: por un lado, el trabajo es la única fuente de riqueza, y por tanto para un propietario del capital resulta preferible hacer trabajar dos obreros en lugar de uno, y cuatro en lugar de dos. Por otro lado, si se le da una máquina a un obrero, éste va a producir mucho más que un artesano que no dispone de máquina, lo que hace posible vender más baratas las mercancías producidas. Esto resultaba evidente especialmente a principios de la era capitalista, por ejemplo, cuando los ingleses conquistaron el mundo con el tejido y los vestidos, porque, por supuesto, con la producción industrial podían ganarle a toda la producción artesanal. multinacionales, empresas, que obtienen buenas ganancias (por lo menos sobre el papel, pues buena parte de la riqueza viene producida en los circuitos financieros que tan sólo existen en los balances). Todo el sistema capitalista, todas las posibilidades de ubicar su capital de manera que pueda explotar trabajo para revenderlo enseguida y aumentar el capital, todo lo que constituía la base del capitalismo, parece encontrarse en una grave crisis. Y esto no porque suscite adversarios implacables, no porque crea un proletariado cuya fuerza podría ponerle fin, como fuera durante mucho tiempo la esperanza del movimiento obrero, sino porque el capitalismo se ha barrenado a sí mismo, no por una voluntad suicida inmediata, sino porque estaba escrito, en cierta forma, en su código genético, en el momento de su nacimiento. En una sociedad que ubicaba el trabajo abstracto como fuente de riqueza, había ya un contenido, una dinámica, que debía, tarde o temprano, llevar a la situación actual. Una situación en la que el trabajo crea riqueza, pero en donde del sistema productivo no necesita trabajo. La situación es paradójica: la enorme productividad a escala mundial ocasiona miseria. Es tan paradójica que, con frecuencia, incluso se olvida considerarla, como sucede con todas las cosas que resultan tan evidentes que se pierden de vista. Después de doscientos años, se ve una explosión de posibilidades productivas como nunca antes en la historia. Pero otra cuestión debe de plantearse: ¿todas estas posibilidades productivas resultan siempre positivas para la humanidad y para el planeta? Pienso que la mayoría son probablemente dañinas. Pero puede afirmarse que utilizando las posibilidades productivas existentes, sería posible permitir a todo el mundo tener lo necesario con menos trabajo. Sin embargo, lo que hoy sucede va en sentido contrario: se le quita la posibilidad de vivir a quienes no logran trabajar, y los pocos que trabajan tienen que trabajar cada vez más. Se plantea aquí la cuestión de compartir, pero no de compartir el trabajo, como en el eslogan “Trabajen todos, trabajen menos”, sino de compartir la riqueza que existe en el mundo, entre todos los habitantes del mundo, sin forzar la gente a trabajar más de lo necesario. Con todo esto no quiero hacer un elogio de la automatización. Existe también una crítica del trabajo que hace una especie de elogio de la automatización, al afirmar: “Ahora todo el mundo podría trabajar dos horas por día solamente vigilando las máquinas”. Creo que no se trata de esto. Sobre todo, una sociedad de la automatización no tendría sentido si favorece un tipo de sociedad del ocio, en la que, en el peor de los casos, el excedente de tiempo se utilice para quedarse más tiempo frente a la televisión. Como ocurre con la semana de treinta y cinco horas, que probablemente tan sólo ha aumentado cinco horas semanales el tiempo que una mayoría de personas pasa mirando a sus pantallas. Para mi, la crítica de la sociedad del trabajo tampoco es un elogio de la pereza. Muchas actividades, incluso cuando implican un gran cansancio, son útiles y pueden constituir una forma de dignidad para el ser humano. Con mucha frecuencia, el trabajo es lo que impide la actividad, lo que impide la fatiga. Así por ejemplo, el trabajo obstaculiza actividades mucho más útiles: cuando las familias se ven obligadas a dejar sus hijos recién nacidos en guarderías, cuando no es posible encargarse de los ancianos, etc. El sistema de trabajo impide la realización de actividades productivas como, por ejemplo, la agricultura en el mundo entero. Hay muchos campesinos que deben abandonar sus actividades, y no por razones naturales: no se trata de que sus suelos se hayan agotado, sino simplemente porque el mercado, es decir, el sistema de trabajo, le impide al campesino africano vender sus productos en los mercados locales. Porque hay multinacionales de la agricultura que pueden vender a precios más bajos gracias a que emplean menos trabajo abstracto. Evidentemente, el granjero americano se encuentra más tecnificado, por lo tanto sus mercancías contienen menos trabajo; de ahí que pueda vender a más bajo precio que, por ejemplo, los campesinos mexicanos. Se trata de un buen ejemplo del lado concreto y del lado abstracto del trabajo. Del lado del trabajo concreto: el campesino en África puede hacer el mismo trabajo que hacía hace treinta años, porque el trabajo concreto sigue siendo el mismo. Del lado del trabajo abstracto: su trabajo tradicional vale mucho menos que antes porque los empresarios lograron, fruto de la competencia, hacer el mismo trabajo, obtener el mismo producto, gastando mucho menos tiempo. Muy concretamente puede decirse que es el lado abstracto del trabajo el que mata a las personas, que mata a quien realiza el trabajo concreto. En muchos casos la sociedad del trabajo está consagrada a una especie de no-actividad forzada, como sucede cuando fábricas, u otras posibilidades productivas, son cerradas o destruidas al no ser suficientemente rentables. En consecuencia, pienso que es necesario salir de la sociedad del trabajo para dar inicio a la realización de actividades útiles. La crítica del trabajo no quiere decir cultura bohemia o culto a la pereza. Se trata de la necesidad de liberarse del culto al trabajo. En efecto, el sistema del trabajo capitalista no habría sido nunca eficaz si no hubiese impulsado constantemente un verdadero culto al trabajo, aquello que históricamente se denomina “ética protestante del trabajo”, para la cual el trabajo, la pena, la actividad en cuanto tal, constituyen una forma de nobleza del ser humano más allá de todo contenido. En todas las sociedades capitalistas, el trabajo existe no porque se pretenda cumplir algún objetivo, no por apuntar hacia algo considerado como deseable. En la sociedad capitalista industrial es el hecho de trabajar como tal lo que resulta apreciado. Incluso en el plano moral. Es así como los desocupados son a menudo considerados como personas inútiles, dañinas. Muchos de ellos sienten vergüenza por no tener trabajo, mientras al estar empleados en una fábrica de bombas o de llaveros estarían muy orgullosos por el hecho de “trabajar”. Como si no fuera preferible no trabajar, en vez de participar en el tipo de producción actual. Porque el orgullo tradicional de los trabajadores consiste simplemente en haber logrado vender su fuerza de trabajo, sin interrogarse sobre su contenido. Ahora bien, ¿porqué resulta más honorable trabajar en una fábrica en la que se fabrican bombas o automóviles contaminantes que encontrarse en la situación de las mujeres, por ejemplo que, según se dice, “no trabajan” y se ocupan de los niños y del hogar? El culto al trabajo en el sistema capitalista ha valorizado cierto tipo de actividades, teniendo únicamente en cuenta el gasto de energía vital y dejando de lado el contenido del trabajo. En el capitalismo, hay que desprenderse de esto y apreciar el trabajo más allá de todo contenido. Se dice con frecuencia que el desempleo constituye una afrenta contra la dignidad humana. Francamente no veo en donde está la dignidad en el hecho de lograr venderse. La dignidad residiría más bien en el hecho de tener el derecho de acceder a todos los recursos para organizar la propia vida. Lo que implica que, hoy en día, una política de crítica social, de oposición a la sociedad capitalista, no debería exigir la creación de nuevos empleos, o soñar con un imposible retorno al pleno empleo, sino más bien imponer para todo el mundo, individual y colectivamente, el derecho de acceder directamente a los recursos, terrenos, talleres, fábricas o al saber inmaterial, con el fin de organizar colectivamente la producción allí en donde es verdaderamente necesario. Porque una buena parte de la producción actual no es necesaria en absoluto y podría ser eliminada: armamentos, burocracia, autos que deben ser cambiados tres años después de su adquisición, etc. Pero cuando se hace este tipo de proposición siempre hay alguien que protesta: “¡Pero entonces, si se detiene esta forma de producción, no habrá más empleos, más puestos de trabajo!” Se puede responder de la siguiente manera: “Sería mucho mejor para la sociedad si se pudiese asegurar su supervivencia con mucho menos trabajo”. Y eliminando la venta de la propia fuerza de trabajo como condición para el acceso a la riqueza social. Las sutilezas metafísicas de la mercancía * Presentarse a un debate sobre la mercancía para polemizar contra la existencia misma de la mercancía puede parecer tan sensato como acudir a un congreso de físicos para protestar contra la existencia del magnetismo o de la gravedad. Por lo general, la existencia de mercancías suele considerarse un hecho enteramente natural, por lo menos en cualquier sociedad medianamente desarrollada, y la sola cuestión que se plantea es qué hacer con ellas. Se puede afirmar, desde luego, que hay gente en el mundo que tiene demasiado pocas mercancías y que habría que darles un poco más, o que algunas mercancías están mal hechas o que contaminan o que son peligrosas. Pero con eso no se dice nada contra la mercancía en cuanto tal. Se puede desaprobar ciertamente el “consumismo” o la “comercialización”, eso es, pedirle a la mercancía que se quede en su sitio y que no invada otros terrenos como, por ejemplo, el cuerpo humano. Pero tales observaciones tienen un sabor moralista y además parecen más bien “anticuadas”, y estar anticuado es el único crimen intelectual que aún existe. Por lo demás, las raras veces que parezca ponerse en tela de juicio la mercancía, la sociedad moderna se precipita a evocar las fechorías de Pol Pot, y se acabó la discusión. La mercancía ha existido siempre y siempre existirá, por mucho que cambie su distribución. Si se entiende por mercancía simplemente un “producto”, un objeto que pasa de una persona a otra, entonces la afirmación de la inevitabilidad de la mercancía es sin duda verdadera, pero también un poco tautológica. Esta es, sin embargo, la definición que ha dado toda la economía política burguesa después de Marx. Si no queremos contentarnos con esa definición, hemos de reconocer en la mercancía una forma específica de producto humano, una forma social que sólo desde hace algunos siglos -y en buena parte del mundo, desde hace pocos decenios- ha llegado a ser predominante en la sociedad. La mercancía posee una estructura particular, y si analizamos a fondo los fenómenos más diversos, las guerras contemporáneas o las quiebras de los mercados financieros, los desastres hidrogeológicos de nuestros días o la crisis de los Estados nacionales, el hambre en el mundo o los cambios en las relaciones entre los sexos, hallamos siempre en el origen la estructura de la mercancía. Conste que eso es consecuencia del hecho de que la sociedad misma lo ha reducido todo a mercancía; la teoría no hace más que tomar nota de ello. La mercancía es un producto destinado desde el principio a la venta y al mercado (y no cambia gran cosa cuando sea un mercado regulado por el Estado). En una economía de mercancías no cuenta la utilidad del producto sino únicamente su capacidad de venderse y de transformarse, por mediación del dinero, en otra mercancía. Por consiguiente, sólo se accede a un valor de uso por medio de la transformación del propio producto en valor de cambio, en dinero. Una mercancía en cuanto mercancía no se halla definida, por tanto, por el trabajo concreto que la ha producido, sino que es una mera cantidad de trabajo indistinto, abstracto; es decir, la cantidad de tiempo de trabajo que se ha gastado en producirla. De eso deriva un grave inconveniente: no son los hombres mismos quienes regulan la producción en función de sus necesidades, sino que hay una instancia anónima, el mercado, que regula la producción post festum. El sujeto no es el hombre sino la mercancía en cuanto sujeto automático. Los procesos * Disponible en http://www.exit- online.org/textanz1.php?tabelle=transnationales&index=3&posnr=134&backtext1=text1.php había redescubierto y actualizado toda la crítica marxiana del fetichismo de las mercancías. No se trataba de una teoría libresca como otras muchas: la revuelta del Mayo de París, de la cual los situacionistas habían sido en cierto modo los precursores intelectuales, fue también la primera revuelta moderna que no se hizo en nombre de reivindicaciones económicas o estrechamente políticas, sino que nació más bien de la exigencia de una vida diferente, autónoma y liberada de la tiranía del mercado, del Estado y de su raíz común, la mercancía. En 1968 temblaron los Estados del Este al igual que los del Oeste, los sindicatos y los propietarios, la derecha y la izquierda: en otras palabras, las diversas caras de la sociedad de la mercancía. Y nadie supo estar tan a la altura de aquella rebelión como los situacionistas. Debord lo había anunciado en 1967: “En el momento en que la sociedad descubre que depende de la economía, la economía depende, de hecho, de ella... Ahí donde estaba el Ello económico debe advenir el Yo... Su contrario es la sociedad del espectáculo, donde la mercancía se contempla a sí misma en un mundo por ella creado”. 10 El inconsciente social, el Ello del espectáculo, sobre el que se funda la actual organización social, tuvo por tanto que movilizarse para tapar esa nueva grieta que se había abierto justamente en el momento en que el orden dominante se creía más seguro que nunca. Entre las medidas que tomó el inconsciente económico hallamos también las tentativas de neutralizar la crítica radical de la mercancía que había encontrado su más alta expresión en los situacionistas. Reducir a la mansedumbre a Debord mismo era imposible, a diferencia de cuanto ocurrió con casi todos los demás “héroes” de 1968. Y su teoría no dejaba margen al equívoco: “El espectáculo es el momento en que la mercancía ha conseguido la ocupación total de la vida social”, se lee en el párrafo 42 de La sociedad del espectáculo. Pero a los brujos de la mercancía les quedaba otra posibilidad: la de fingir que hablaban el lenguaje de la crítica radical, aparentemente incluso de manera un poco más extrema y audaz todavía, pero en verdad con intenciones y contenidos opuestos. El que nuestra época prefiere la copia al original, como dice Debord citando a Feuerbach, resulta ser verdadero también respecto a la crítica radical misma. Según Debord, el espectáculo es el triunfo del parecer y del ver, donde la imagen sustituye a la realidad. Debord menciona la televisión sólo a modo de ejemplo; el espectáculo es para él un desarrollo de aquella abstracción real que domina a la sociedad de la mercancía, basada en la pura cantidad. Pero si estamos inmersos en un océano de imágenes incontrolables que nos impiden el acceso a la realidad, entonces parece más atrevido todavía que se diga que esa realidad ha desaparecido del todo y que los situacionistas fueron aún demasiado tímidos y demasiado optimistas, ya que ahora el proceso de abstracción ha devorado a la realidad entera y el espectáculo es hoy en día aún más espectacular y más totalitario de cuanto se había imaginado, llevando sus crímenes al extremo de asesinar a la realidad misma. Los discursos “posmodernos” que irradiaron de la Francia de los años setenta se sirvieron generosamente de las ideas situacionistas, naturalmente sin citar una fuente tan poco decorosa, aunque en absoluto la ignoraban, incluso por vía de ciertas trayectorias personales. Como decía ya en 1964 Asger Jorn: “A Debord no es que se le conozca mal; es que se le conoce como el mal”. No se trataba, sin embargo, solamente del consuetudinario autoservicio intelectual sino de una verdadera estrategia encaminada a neutralizar una teoría peligrosa mediante su exageración paródica. Los posmodernos, al aparentar que iban aún más allá de la teoría situacionista, en verdad la convirtieron en lo contrario de lo que era. Una vez se confunda el espectáculo, que es una formación histórico-social bien precisa, con el atemporal problema filosófico de la 10 Debord, Guy, La sociedad del espectáculo (1967), 52-53, http://criticasocial.cl/pdflibro/sociedadespec.pdf. representación en cuanto tal, todos los términos del problema se vuelven del revés sin que se note demasiado. Criticar las teorías posmodernas resulta difícil debido a su carácter auto-inmunizador que hace imposible toda discusión, transformando sus afirmaciones en verdades de fe ante las cuales sólo cabe creer o no creer. Pero, sí, cabe decir algo acerca de su función, acerca del cui bono, observando así la sutileza metafísica que despliega la mercancía para defenderse. Al leer los textos posmodernos se nota que, si bien no citan casi nunca a los situacionistas, el término “espectáculo” o “sociedad del espectáculo” se encuentra con frecuencia, y que estos textos, sean de 1975 o de 1995, muy a menudo dan la impresión de no ser otra cosa que respuestas a las tesis de Debord. De él toman los posmodernos las descripciones de un espectáculo que se aleja progresivamente de la realidad; pero las retoman en un plano puramente fenomenológico, sin buscar jamás una causa que vaya más allá de dar por supuesto un impulso irresistible e irracional que empuja a los espectadores hacia el espectáculo. Antes bien se condena cualquier búsqueda de explicaciones. Cuando leemos que “la abstracción del 'espectáculo', aun para los situacionistas, no fue nunca sin apelación. Su realización incondicional, en cambio, sí lo es... El espectáculo aún dejaba sitio para la conciencia crítica y la desmitificación... Hoy estamos más allá de toda desalienación”, entonces está claro para qué sirven las referencias posmodernas al espectáculo: para anunciar la inutilidad de toda resistencia al espectáculo. Esa supuesta desaparición de la realidad, que se presenta pomposamente como una verdad incómoda y aun como una revelación terrible, en verdad es lo más tranquilizador que puede haber en estos tiempos de crisis. Si el carácter tautológico del espectáculo, denunciado por Debord, expresa el carácter automático de la economía de la mercancía que, sustraida a todo control, anda locamente a la deriva, entonces hay efectivamente mucho que temer. Pero si los signos, en cambio, sólo se refieren a otros signos y así seguido, si jamás se encuentra el original de la copia infiel, si no hay valor real que deba sostener, aunque sin lograrlo, el cúmulo de deudas del mundo, entonces no hay absolutamente ningún riesgo de que lo real nos alcance. Los pasajeros del Titanic pueden quedarse a bordo, como dice Robert Kurz, y la música sigue sonando. Entonces cabe fingir también que se está pronunciando un juicio moral radicalmente negativo acerca de tal estado de las cosas; pero tal juicio queda en mero perifollo cuando ninguna contradicción del ámbito de la producción logra ya sacudir ese mundo autista. Y, sin embargo, es justamente en el terreno de la producción que se halla la base real de la fascinación que ejerce el “simulacro”: en el sistema económico mundial que, gracias a esas contradicciones de la mercancía de las que no se quiere saber nada, ha tropezado con sus límites económicos, ecológicos y políticos; un sistema que se mantiene con vida sólo gracias a una simulación continua. Cuando los millones de billones de dólares de capital especulativo “aparcados” en los mercados financieros, o sea todo el capital ficticio o simulado, vuelva a la economía “real”, se verá que el dinero especulativo no era tanto el resultado de una era cultural de la virtualidad (más bien lo contrario es cierto) como una desesperada huida hacia delante de una economía en desbandada. Detrás de tantos discursos sobre la desaparición de la realidad, no se esconde sino el viejo sueño de la sociedad de la mercancía de poder liberarse del todo del valor de uso y los límites que éste impone al crecimiento ilimitado del valor de cambio. No se trata aquí de decidir si esa desaparición del valor de uso, proclamada por los posmodernos, es positiva o no; el hecho es que es rigurosamente imposible, aunque a muchos les parezca deseable. Que no exista sustancia alguna, que se pueda vivir eternamente en el reino del simulacro: he aquí la esperanza de los dueños del mundo actual. Corea del Sur e Indonesia son los epitafios de las teorías posmodernas. Pero el haber descrito los procesos de virtualización y habérselos tomado en serio constituye también el momento de verdad que contienen las teorías posmodernas. Como mera descripción de la realidad (a su pesar) de los últimos decenios, esas teorías se muestran a menudo superiores a la sociología de inspiración marxista. Supieron denunciar con justeza la fijación de los marxistas en las mismas categorías capitalistas como el trabajo, el valor y la producción; y así parecían colocarse, por lo menos en los inicios, entre las teorías radicales que mayormente recogieron el legado de 1968. Pero luego acaban siempre hablando de los verdaderos problemas sólo para darles respuestas sin origen ni dirección. En los Comentarios sobre la sociedad del espectáculo, de 1988, Debord compara ese tipo de crítica seudo-radical a la copia de un arma a la que sólo falta el percutor. Al igual que las teorías estructuralistas y postestructuralistas, los posmodernos comprenden el carácter automático, autorreferencial e inconsciente de la sociedad de la mercancía, pero sólo para convertirlo en un dato ontológico, en lugar de reconocer en ello el aspecto históricamente determinado, escandaloso y superable de la sociedad de la mercancía. Como se ve, no es fácil sustraerse a la perversa fascinación de la mercancía. La crítica del fetichismo de la mercancía es la única vía que hoy se halla abierta a una comprensión global de la sociedad; y afortunadamente semejante crítica se está formando. De ese proceso forman parte el creciente interés por las teorías de los situacionistas, y por las de Debord en particular, así como la labor de la revista alemana Krisis y el eco que está empezando a hallar también en Italia. Durante largo tiempo, la mercancía nos engañó presentándose como “una cosa trivial y obvia”. Pero su inocencia ha pasado, porque hoy sabemos que es “una cosa enredadísima, llena de sutileza metafísica y caprichos teológicos”. Y todos los rezos de sus sacerdotes serán incapaces de salvarla de la evidencia de su condena. delante de la empresa militar Saab; los Beatles fueron nombrados caballeros de la Reina en 1965, debido a su enorme contribución a la economía inglesa. Además, la industria del entretenimiento, de la televisión a la música rock, del turismo a la prensa amarilla, juega un papel importante de pacificación social y de creación de consenso, resumido de manera óptima en el concepto de “tittytainment” (“entetanimiento”, en español). En 1995 se celebró en San Francisco el “State of the World Forum”, en el cual participaron alrededor de 500 de los personajes más poderosos del mundo (entre otros Gorbachov, Bush, Thatcher, Bill Gates...) para discutir acerca de qué hacer en el futuro con aquel ochenta por ciento de la población mundial que ya no será necesaria para la producción. Se propuso como solución el “tittytainment”: a las poblaciones superfluas y potencialmente peligrosas se les destinará una mezcla de sustento suficiente y de entretenimiento, de entertainment embrutecedor, para obtener un estado de feliz letargo similar a aquél del neonato que ha bebido del seno (tits, en la jerga americana) de la madre. En otras palabras, el papel central que tradicionalmente desempeña la represión para evitar los levantamientos sociales viene hoy en día ampliamente acompañado de la infantilización. La relación entre la economía y la cultura no se limita, por tanto, a la instrumentalización de la cultura, al fastidio de ver en toda manifestación artística el logo de los patrocinadores que, dicho sea de paso, financiaban la cultura también hace cuarenta años, pero a través de los impuestos que pagaban y, por tanto, sin poder así adjudicarse el crédito y, sobre todo, sin poder influir en las elecciones artísticas. Sin embargo, la relación entre la fase actual del capitalismo y la fase actual de la “producción cultural” va aún más lejos. Hay una idiosincrasia profunda que conecta a la industria del entretenimiento con el impulso del capitalismo hacia la infantilización y hacia el narcisismo. La economía material está estrechamente unida a las nuevas formas de la “economía psíquica y libidinal”. Para explicar mejor lo que quiero decir, debo intentar de nuevo exponer en pocas palabras los supuestos. El mundo contemporáneo se caracteriza por la prevalencia total del fenómeno que Karl Marx llamó fetichismo de la mercancía. Este término, a menudo malentendido, indica mucho más que una adoración exagerada a las mercancías, y va más allá de indicar una simple mistificación. Se refiere al hecho de que en la sociedad moderna y capitalista la mayor parte de las actividades sociales toman la forma de mercancía, ya sea material o no. El valor de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo necesario para su producción. No son las cualidades concretas de los objetos las que deciden el destino de los mismos, sino la cantidad de trabajo incorporada en ellos, y esa cantidad se expresa siempre en una suma de dinero. Los productos creados por el hombre comienzan así a llevar una vida autónoma, gobernada por las leyes del dinero y de su acumulación en capital. El término “fetichismo de la mercancía” hay que tomarlo al pie de la letra: los hombres modernos se comportan igual que los que ellos llaman “salvajes”: veneran a los fetiches que ellos mismos han producido, atribuyéndoles una vida independiente y el poder de gobernar a los hombres. Este fetichismo de la mercancía no es una ilusión o un engaño: es el modo de funcionamiento real de la sociedad de la mercancía. Hoy en día domina todos los sectores de la vida, mucho más allá de la economía. Esta religión materializada implica, entre otras cosas, que todos los objetos y todos los actos, en tanto que mercancías, sean iguales. No son nada más que cantidades más o menos grandes de trabajo acumulado, y, en consecuencia, de dinero. Es el mercado el que lleva a cabo esta homologación, independientemente de las intenciones subjetivas de los actores. El reino de la mercancía es, por consiguiente, terriblemente monótono; no tiene ningún contenido propio. Una forma vacía y abstracta, siempre la misma, una pura cantidad sin cualidad –el dinero- se impone poco a poco a la infinita multiplicidad concreta del mundo. La mercancía y el dinero son indiferentes frente al mundo, que para ellos no es más que material a utilizar. La existencia misma de un mundo concreto, con sus propias leyes y sus propias resistencias, viene a ser un obstáculo para la acumulación del capital, que no reconoce otra finalidad que no sea él mismo. Para transformar cada suma de dinero en otra mayor, el capitalismo consume el mundo entero, en el plano social, ecológico, estético, ético. Detrás de la mercancía y su fetichismo se esconde una verdadera “pulsión de muerte”, una tendencia, inconsciente pero poderosa, a la aniquilación del mundo. El equivalente del fetichismo de la mercancía en el plano de la vida psíquica individual es el narcisismo. Aquí, este término no indica, como en lenguaje corriente, una adoración del propio cuerpo o de la propia persona. Se trata más bien de una grave patología, bien conocida en el psicoanálisis: significa que una persona adulta conserva la estructura psíquica de los primeros momentos de su infancia, cuando todavía no hay distinción entre el Yo y el mundo circundante. Todo objeto externo es experimentado por el narcisista como una proyección del propio Yo. Pero en realidad este Yo permanece terriblemente pobre a causa de su incapacidad de enriquecerse con verdaderas relaciones objetuales con objetos externos; en efecto, el sujeto, para poder hacerlo, debería primero reconocer la existencia del mundo externo y su propia dependencia del mismo, y, por tanto, también sus propios límites. El narcisista puede parecer una persona “normal”; aunque en verdad no ha salido jamás de la fusión originaria con el mundo circundante y hace todo lo posible para mantener la ilusión de omnipotencia que se deriva de la misma. Esta forma de psicosis, rara en la época de Sigmund Freud, quien la describió por primera vez, se ha convertido en la actualidad en uno de los disturbios psíquicos principales; se pueden ver los rastros por todos lados. Y no es casualidad: en el narcisismo se encuentra la misma pérdida de la realidad, la misma ausencia del mundo –de un mundo reconocido en su autonomía fundamental- que caracteriza al fetichismo de la mercancía. Por otra parte, esta negación drástica de la existencia de un mundo independiente de nuestras acciones y de nuestros deseos ha constituido desde el inicio el centro de la modernidad: es el programa enunciado por Descartes cuando descubrió en la existencia de la propia persona la única certeza posible. En una sociedad basada en la producción de mercancías era inevitable, a largo plazo, que el narcisismo se convirtiera en la forma psíquica prevaleciente. Así, es evidente que el enorme desarrollo de la industria del entretenimiento sea al mismo tiempo causa y consecuencia de este florecimiento del narcisismo. De este modo, dicha industria participa en aquella verdadera “regresión antropológica” a la que nos está llevando actualmente el capitalismo: una anulación progresiva de las etapas de la humanización en las que residía la esencia de la historia anterior. También sobre eso habría mucho que decir. Me limito a recordarles las etapas por las cuales todo ser humano, según las conclusiones del psicoanálisis, debe pasar en su primer desarrollo psíquico. Debe superar la sensación de fusión protectora con la madre, que es característica del primer año de vida (se trata de lo que Freud llama “narcisismo primario”, y que es una etapa necesaria), y pasar a través de los dolores del conflicto edípico para llegar a una valoración realista de las capacidades propias y de los propios límites, renunciando a los sueños infantiles de omnipotencia. Sólo así puede nacer una persona psicológicamente equilibrada. La educación tradicional apuntaba más o menos acertadamente a lo siguiente: sustituir el principio de placer por el principio de realidad, pero sin aniquilar totalmente el principio de placer. Las etapas del desarrollo psicológico del individuo que no se resuelven correctamente dan lugar a la neurosis e incluso a la psicosis. El niño no posee, pues, una perfección innata, ni abandona espontáneamente su narcisismo inicial. Necesita que se le guíe para poder acceder al pleno desarrollo de su humanidad. Las construcciones simbólicas características de cada cultura desempeñan evidentemente un papel esencial en este proceso y constituyen de este modo un patrimonio precioso de la humanidad (incluso si no todas las construcciones simbólicas tradicionales parecen igualmente aptas para promover una vida humana plena, pero esta es otra cuestión). Al contrario de esto, el capitalismo en su fase más reciente –digamos de los años setenta en adelante-, en la cual el consumo y la seducción parecen haber sustituido a la producción y a la represión como motor y modalidad del desarrollo, representa históricamente la única sociedad que promueve una infantilización masiva de los sujetos, ligada a una desimbolización. En este punto, todo conspira para mantener al ser humano en una condición infantil. Todos los ámbitos de la cultura, de las tiras cómicas a la televisión, de las técnicas de restauración de obras de arte antiguas a la publicidad, de los juegos de video a los programas escolares, de los deportes masivos a los psicofármacos, del Second Life hasta las exposiciones actuales en los museos, contribuyen a crear un consumidor dócil y narcisista que ve en el mundo entero una extensión suya, gobernable con un mouseclick. Por esto, no puede existir ninguna excusa o justificación para la industria del entretenimiento y para la adaptación de la cultura a las exigencias del mercado que han contribuido de este modo tan potente a las tendencias regresivas. Nos podemos preguntar entonces por qué una degradación de tamaño alcance ha suscitado tan poca oposición. En efecto, todos han contribuido a esta situación: la derecha, porque cree siempre y de cualquier modo en el mercado, al menos desde que se ha convertido enteramente al liberalismo. La izquierda, porque cree en la igualdad de los ciudadanos. Lo más curioso es el papel que jugó la izquierda en esta adaptación de la cultura a las exigencias del neocapitalismo. La izquierda ha constituido a menudo la vanguardia, la fuerza pionera de la transformación de la cultura en mercancía. Todo ello sucedió bajo la insignia de las palabras mágicas “democratización” e “igualdad”. La cultura debe estar a la disposición de todos. ¿Quién puede negar que se trate de una aspiración noble? Mucho más rápidamente que la derecha, la izquierda –por “moderada” o “radical” que sea- ha abandonado -sobre todo después de 1968- toda idea de que pueda existir una diferencia cualitativa entre las expresiones culturales. Explíquenle a cualquier representante de la izquierda cultural que Beethoven vale más que un rap o que estaría mejor que los niños aprendieran de memoria poesías más que jugar play station, y él los llamará automáticamente “reaccionario” y “elitista”. La izquierda ha hecho las paces por doquier con las jerarquías de riqueza y de poder, descubriéndolas inevitables o hasta placenteras, aunque el daño que hacen sea evidente a los ojos de todo el mundo. Ha querido, en cambio, abolir las jerarquías ahí donde pueden tener algún sentido, a condición de que no sean establecidas de una vez por todas, sino mutables: las de la inteligencia, del gusto, de la sensibilidad, del talento. Pero también las personas que admiten el decaimiento de la cultura general suelen añadir, como si fuese un reflejo condicionado, que antaño la cultura era quizá de un nivel más alto, pero que era una prerrogativa de una ínfima minoría, mientras la gran mayoría se encontraba hundida en el analfabetismo. Hoy, en cambio, todos tendrían acceso a estos conocimientos. Pero a mí me parece que los niños que hoy en día crecen con Homero y Shakespeare o Cervantes constituyen una minoría aún más ínfima que la de antaño. La industria del entretenimiento ha sustituido simplemente una forma de ignorancia por otra, así como el incremento del número de personas que poseen un diploma de educación superior o que acuden a la universidad no parece haber incrementado mucho el número de personas que verdaderamente saben algo. En Francia, por ejemplo, se puede hacer una maestría universitaria acerca de unos temas o con unos conocimientos que hace treinta años no hubieran sido suficientes para obtener el diploma de una escuela media técnica. Así es fácil que cada año el cincuenta por ciento de los jóvenes consiga obtener el diploma de bachillerato: ¡menuda victoria de la democratización! No se puede llamar a los productos de la industria del entretenimiento una “cultura de Esta actitud de asestar shocks existenciales, de meter en crisis al individuo en lugar de confortarlo y confirmarlo en su modo de existencia, está visiblemente ausente en los productos de la industria del entretenimiento, que aspiran a la “experiencia” y el “evento”. Quien quiere vender se adapta a las necesidades de los compradores y su búsqueda de satisfacción inmediata, confirmando la elevada opinión que ellos tienen de sí mismos, en lugar de frustrarlos con obras no inmediatamente “legibles”. Desde este punto de vista, no existe ya hoy en día casi ninguna diferencia entre un arte “elevado” o “culto” y un arte “de masas”. Las obras del pasado acaban siendo incorporadas a la máquina cultural, por ejemplo a través de exposiciones espectaculares, labores de restauración que deben hacer las obras disfrutables para todo espectador (por ejemplo, reavivando excesivamente los colores), o a través de versiones masacradas de los clásicos literarios o musicales para “acercarlos” al público. O mezclándolos con expresiones del presente que erradican toda especificidad histórica, como en el caso de la tristemente famosa pirámide en el patio del Louvre de París. El aguijón que las obras del pasado pudieran todavía poseer, aunque sea sólo a causa de su distancia temporal, se neutraliza a través de su espectacularización y comercialización. No hay nada más fastidioso que los museos que se vuelven “pedagógicos” y buscan “acercar” a la “gente común” a la “cultura” con una sarta de explicaciones en las paredes y a través de los auriculares que prescriben a cada uno exactamente qué es lo que debe sentir frente a la obra, proyecciones de video, juegos interactivos, museum shops, playeras... Se afirma que de este modo la cultura y la historia se vuelven aprovechables también para los estratos no-burgueses (como si los burgueses de hoy fueran cultos). En verdad, justo esta aproximación user-friendly me parece lo máximo de la arrogancia hacia los ámbitos populares, a los cuales supone por definición insensibles a la cultura y capaces de apreciarla sólo si viene presentada del modo más frívolo e infantil posible. Desaparece así también la atmósfera placentera de los museos un poco polvorientos de otros tiempos, placentera justamente porque parecía que se entraba en un mundo aparte, donde se podía descansar del torbellino que nos circunda siempre, en parte porque aquellos museos eran poco frecuentados. Ahora, cuanto “mejor gestionado” esté un museo y cuanto más atraiga al público, más se asemeja a un cruce entre una estación del metro a la hora punta y una sala de informática. En este punto, ¿para qué asistir aún? Tanto vale observar las mismas obras en un CD, porque del “aura” de la obra original no ha quedado, de cualquier modo, nada. Ha sido otro modo perverso de unir el arte a la vida, de borrar su diferencia y de eliminar toda idea de que pueda existir algo diferente de la chata realidad global que nos rodea. El viejo museo, con todos sus defectos, podía ser el espacio apropiado para la aparición de alguna cosa verdaderamente inaudita para el espectador, precisamente porque era tan diferente de lo que se vivía habitualmente. Hoy, los grupos de escolares que son conducidos a través de las salas de exposición reciben más que otra cosa una eficaz vacuna preventiva contra todo riesgo de poder captar un mensaje esencial de parte del arte o la historia, o al menos de ir a descubrirlos por cuenta propia... La cultura llamada “contemporánea”, o sea producida hoy, participa generalmente del mismo modo regresivo. Los artistas mismos han traicionado el deber del arte. Se lo ve en la eterna repetición del gesto de Marcel Duchamp en el arte contemporáneo desde hace cuarenta años. El urinario expuesto en 1917 como “fuente” era una provocación que venía a propósito; luego se convirtió en ejecutoria para exponer cualquier objeto como obra de arte, eliminando así toda idea de una obra excelente o de algo “sublime”. Este arte es tan poco capaz de sacudir al espectador como los productos de la industria del entretenimiento. Mientras las vanguardias llamadas “clásicas” de la primera mitad del siglo XX sabían decir lo esencial sobre su época histórica, el arte de hoy difícilmente logra evitar la impresión de su insignificancia. Se puede rechazar la idea de una “muerte del arte” en general (he tratado esa cuestión en otra parte 11 ), pero resulta, de todos modos, difícil encontrar un arte contemporáneo que esté a la altura de sus predecesores. El arte actual participa en la desrealización general, igual que la industria del entretenimiento, y se ha convertido en una subespecie del diseño y la publicidad. Este arte merece así su comercialización. El arte contemporáneo se ha arrojado a los brazos de la industria cultural y pide humildemente ser admitido en su mesa. Esto es un resultado, tardío e imprevisto, de aquel ensanchamiento de la esfera del arte y de aquella estetización de la vida que iniciaron hace un siglo los artistas mismos, como justamente Duchamp. Parece entonces que ya no hay muchas obras capaces de contribuir al nacimiento de sujetos críticos. Sólo hay clientes. Entonces hace poca diferencia cómo se gestionen los museos. Se afirma que los museos deben adecuarse a la necesidad de “generar público”, so pena de desaparecer. Pero el resultado es el mismo. Un arte que sirve sólo para crear clientes satisfechos no es ya en cualquier caso un arte digno de este nombre. Se necesitaría al menos admitir una diferencia cualitativa, de peso, entre los productos de la industria del entretenimiento y una posible “cultura verdadera” para poder exigir para esta última un trato aparte. Se necesita admitir entonces la posibilidad de un juicio cualitativo y no puramente relativo y subjetivo. Hay una gran diferencia entre querer establecer parámetros de juicio, aun sabiendo que no descienden del cielo, sino que deben estar sujetos a la discusión y al cambio, por un lado, y, por otro, negar a priori la posibilidad misma de establecer parámetros, de modo que todo es igual a todo. Si todo es equivalente, nada vale ya la pena. Esa igualdad y la indiferencia que implica se extienden como un sudario sobre la vida dominada por el mercado y la mercancía. Éstas minan desde la base la capacidad de los humanos de hacer frente a las amenazas omnipresentes de barbarización. Los desafíos que nos esperan en los tiempos próximos necesitan ser afrontados por personas en plena posesión de sus facultades humanas, no por adultos que siguen siendo niños en el peor sentido de la palabra. Será curioso ver qué lugar tendrán el arte y las instituciones culturales en este cambio de época. 11 Jappe, A., “Sic transit gloria artis. El ‘fin del arte’ según Theodor W. Adorno y Guy Debord”, en A. Jappe, R. Kurz, C.-P. Ortlieb, El absurdo mercado de los hombres sin cualidades, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2009. Crédito a muerte * “En la web del Guardian se señalaba el viernes que el inmueble de Time Square, en pleno corazón de Manhattan, sobre cuyo frontispicio se exhibe el montante de la deuda pública estadounidense, ya no tiene espacio suficiente para albergar una cantidad tan astronómica de miles de millones de dólares, más concretamente, 10,299,020,383, una enormidad que es consecuencia sobre todo del plan Paulson y de la intervención gubernamental de las agencias Freddie Mac y Fannie Mae. Incluso ha sido preciso eliminar el símbolo “$”, que ocupaba la última casilla del marcador, para que el transeúnte pueda tragarse hasta la última cifra”. 12 ¿Quién quiere acordarse ahora? El gran miedo de octubre de 2008 parece ya más lejano que el “gran miedo” del comienzo de la Revolución francesa. Pero en aquel momento se tenía la impresión de que se habían abierto grandes vías de agua y de que el barco se iba a pique. Se tenía incluso la impresión de que todo el mundo, sin decirlo, se lo esperaba desde hacía tiempo. Los expertos se preguntaban abiertamente por la solvencia hasta de los Estados más poderosos y los periódicos evocaban en primera página la posibilidad de una quiebra en cadena de las cajas de ahorro francesas. Los consejos de familia discutían para decidir si era necesario retirar todo el dinero del banco y guardarlo bajo el colchón; los usuarios del tren se preguntaban, cuando compraban un billete por adelantado, si los trenes todavía circularían un par de semanas más tarde. George Bush se dirigía a la nación para hablar de la crisis financiera en términos semejantes a los empleados tras el 11 de septiembre de 2001, y Le Monde titulaba su revista de octubre de 2008: “El fin de un mundo”. Todos los comentaristas coincidían en su valoración de que lo que estaba pasando no era una simple turbulencia pasajera de los mercados financieros, sino la peor crisis desde la Segunda Guerra Mundial, o desde 1929. Resultaba de lo más asombroso constatar que los mismos (del top manager al subsidiado) que, antes de la crisis, parecían convencidos de que la vida capitalista ordinaria continuaría funcionando durante un tiempo indefinido, podían hacerse tan pronto a la idea de una crisis tan importante. La impresión general de sentirse al borde de un precipicio era tanto más sorprendente cuanto que entonces, en un principio, no se trataba sino de una crisis financiera de la que el ciudadano medio no tenía conocimiento más que por los medios. Nada de despidos masivos, nada de interrupciones en la distribución de productos de primera necesidad, nada de cajeros automáticos que dejen de expedir billetes de banco, nada de comerciantes que rechacen las tarjetas de crédito. Nada todavía de crisis “visible”, pues. Y se respiraba, sin embargo, un aire de ocaso. Algo que solo puede explicarse si suponemos que, ya antes de la crisis, cada cual sentía vagamente, pero sin querer darse plena cuenta, que se desplazaba sobre una delgada capa de hielo, o sobre la cuerda floja. Cuando la crisis estalló, ningún individuo contemporáneo parecía, en su fuero interno, más sorprendido que un fumador empedernido que descubre que tiene cáncer. Aunque no se pusiera de manifiesto con claridad, se había extendido ampliamente la sensación de que aquello no podía seguir “así”. Pero tal vez haya que asombrarse todavía * Publicado en Crédito a muerte, op. cit. 12 Fottorino, Eric, “Retour au réel par la case désastre”, Le Monde, 11 oct. 2008. condescendientes esperan traer el agua a su molino: regulación de los mercados financieros, limitación de las primas a los directivos, abolición de los “paraísos fiscales”, medidas de redistribución y, sobre todo, un “capitalismo verde” como motor de un nuevo régimen de acumulación y generador de empleo. El asunto está claro: la crisis es la ocasión para una mejora del capitalismo, no para una ruptura con él. Pero incluso en este aspecto, corren el riesgo de verse decepcionados. En el contexto de la crisis se están produciendo reacciones totalmente opuestas. Así, para superarla, se pueden preconizar medidas ecológicas (como prometen Obama o Sarkozy) o, por el contrario, arremeter contra las protecciones ya existentes en nombre de la “recuperación del crecimiento” y de la “creación de puestos de trabajo” (como hace Berlusconi, como reclama la industria, sobre todo la de la construcción y la del automóvil, y también una parte considerable del público). 13 ¿Y qué decir cuando algunos obreros, para obtener mejores condiciones de despido, amenazan con verter productos tóxicos en un río, como ya ha ocurrido en Francia en diversas ocasiones? ¿Llegaremos a ver cómo los ecologistas llegan a las manos con los obreristas? La izquierda “radical” tendrá que decidirse ahora: o bien pasar a una crítica del capitalismo sin más, aunque éste deje de proclamarse neoliberal, o bien participar en la gestión de un capitalismo que ha asimilado una parte de las críticas dirigidas contra sus “excesos”. Algunos observadores parecen ir más lejos y hablan de un capitalismo que destruye el mundo y está autodestruyéndose. ¿Tales gritos de alarma no denotan una toma de conciencia frente a los desastres del capitalismo, tanto cuando marcha “normalmente” como en sus periodos de crisis? Lo que pasa es que estos ataques, en la mayoría de los casos, no se dirigen más que contra la reciente fase “desregulada” y “salvaje” del capitalismo, la fase neoliberal, y en absoluto contra el régimen de acumulación capitalista en cuanto tal, en absoluto contra la lógica tautológica que manda transformar un euro en dos euros y que consume el mundo concreto como simple materia prima de este incremento de la forma-valor. Según ellos, un retorno al capitalismo “moderado”, por estar “regulado” y sometido a la “política”, debería lógicamente resolver el problema. ¿Se trata, pues, de que el discurso “anti-neoliberal” niegue que haya una crisis en la actualidad? No, solo que no quiere más que curar los síntomas de la enfermedad. Por otro lado, la incapacidad general de imaginar que la crisis pueda desembocar, ahora y siempre, en algo distinto del capitalismo produce un sorprendente contraste con la percepción vaga, aunque persistente y universal, de vivir en una crisis permanente. Desde hace décadas, se respira un aire de pesimismo. Los jóvenes saben, y lo aceptan con resignación, que vivirán peor que sus padres y que las necesidades básicas —trabajo, alojamiento— serán cada vez más difíciles de obtener y de conservar. Se tiene la impresión general de que nos deslizamos por una pendiente. La única esperanza está en no deslizarse demasiado rápido, pero en modo alguno en poder volver a subir. Existe el sentimiento difuso de que la fiesta ha terminado y que comienzan los años de vacas flacas; un sentimiento a veces acompañado de la convicción de que la generación precedente (la de los baby-boomers) lo ha devorado todo y dejado muy poco a sus hijos. La 13 “Se preconizan las “reconversiones” (cambiar de creencia para cambiar de actividad) con la perspectiva de una mayor sobriedad, se denuncia el “todo para el buga”, el despilfarro de los recursos, la invasión de la vida por el trabajo alienado, la maldición del progreso. Pero en cuanto la máquina se gripa, en cuanto el sector del automóvil entra en crisis, en cuanto la publicidad abandona los periódicos y amenaza su equilibrio financiero, en cuanto el paro afecta a un número importante de asalariados, cambia el tono y las viejas certezas vuelven a salir a flote”, escribió Gilbert Rist el 26 de noviembre de 2008 en un blog cercano al “decrecimiento”. mayoría de los jóvenes en Francia, al menos entre aquellos que se sacan algún título, están convencidos aún de que lograrán encontrar un hueco para sobrevivir en el mundo de la economía; pero nada más. Ya no se puede hablar de una crisis que afectaría a ciertos sectores en beneficio de otros que, por su parte, estarían en crecimiento: el hundimiento bursátil, en 2001, de la “nueva economía”, presentada sin embargo durante años como el nuevo motor del capitalismo, así lo demuestra. Y tampoco asistimos a la desvalorización de ciertos oficios en beneficio de otros, como cuando los herreros fueron sustituidos por los mecánicos, y como la manía de las “recualificaciones” quisiera hacernos todavía creer. Ahora se trata de una desvalorización general de casi todas las actividades humanas, perceptible en el empobrecimiento rápido e inesperado de las “clases medias”. Si a esto se añade la conciencia, bien grabada ya en todas las mentes, de los desastres ambientales habidos y por haber y del agotamiento de los recursos, es posible afirmar que la gran mayoría de la gente contempla hoy el futuro con temor. Lo que puede parecer extraño es el hecho de que esa sensación tan extendida de la agravación general de las condiciones de vida va acompañada a menudo de la convicción de que el capitalismo funciona a pleno rendimiento, de que la mundialización está en su apogeo, de que hay más riqueza que nunca. Puede que el mundo esté en crisis, pero no el capitalismo, o como afirman Luc Boltanski y Ève Chiapello al comienzo de su obra El nuevo espíritu del capitalismo, publicada en 1999: el capitalismo está en expansión; es la situación social y económica de múltiples personas la que se degrada. Así, el capitalismo es percibido como una parte de la sociedad opuesta al resto, como el conjunto de los hombres que poseen el dinero acumulado, y no como una relación social que engloba a todos los miembros de la sociedad actual. Algunos, que se creen más espabilados, ven en el discurso de la crisis una mera invención: de los industriales, para bajar los salarios y aumentar los beneficios, o de la “dominación” misma, para justificar el estado de emergencia planetario y permanente. Es cierto que las crisis, pasadas y presentes, sirven a menudo para legitimar al Estado, sobre todo desde que éste ya no ofrece un proyecto “positivo”, sino que se limita a gestionar las emergencias, poniendo él mismo de relieve todo aquello que no va bien (a diferencia de la propaganda del pasado, consagrada al “todo el mundo es feliz gracias a la prudencia del gobierno”). Su tarea consiste en crear los entornos adecuados para el único objetivo admitido, para la única finalidad reconocida por la sociedad mundial contemporánea, sea donde sea (a excepción de las ideologías en vigor en Corea del Norte, en Irán y en algunos otros países musulmanes): permitir a los individuos el máximo consumo y la máxima “realización personal”. Es verdad que si las crisis no existieran, los Estados las inventarían. Pero solamente las crisis secundarias, no la que amenaza los cimientos. Durante esta crisis se tuvo más que nunca la impresión de que las “clases dominantes” no dominaban gran cosa, de que, bien al contrario, ellas mismas estaban dominadas por el “sujeto automático” (Marx) del capital. Ha surgido, sin embargo, una crítica del capitalismo contemporáneo muy diferente de las evocadas hasta ahora. Una crítica que se pregunta: ¿y si la financiarización, lejos de haber arruinado la economía real, la hubiese, por el contrario, ayudado a sobrevivir más allá de su fecha de caducidad? ¿Y si le hubiese insuflado aliento a un cuerpo moribundo? ¿Por qué estamos tan seguros de que el capitalismo haya de escapar al ciclo del nacimiento, el crecimiento y la muerte? ¿No podría ser que contenga unos límites intrínsecos de su desarrollo, unos límites que no residen solamente en la existencia de un enemigo declarado (el proletariado, los pueblos oprimidos) ni en el simple agotamiento de los recursos naturales? Durante la crisis, se puso de nuevo de moda citar a Marx. Pero el pensador alemán no habló solo de lucha de clases. Previó igualmente la posibilidad de que un día la máquina capitalista se detuviera por sí sola, de que su dinámica se agotase. ¿Por qué? La producción capitalista de mercancías contiene, desde el inicio, una contradicción interna, una verdadera bomba de relojería colocada en sus mismos fundamentos. No se puede hacer fructificar el capital ni, por tanto, acumularlo, si no es explotando la fuerza de trabajo. Pero el trabajador, para que pueda generar beneficios para quien lo emplea, debe estar equipado con los instrumentos necesarios, y hoy en día con tecnologías punteras. De ahí resulta una carrera continua, dictada por la competencia, por el empleo de las tecnologías. En cada ocasión particular, el primer empleador que recurre a una nueva tecnología sale ganando, ya que sus obreros producen más que los que no disponen de esas herramientas. Pero el sistema entero sale perdiendo, dado que las tecnologías reemplazan al trabajo humano. El valor de cada mercancía particular contiene, por tanto, una porción cada vez más exigua de trabajo humano, que es, sin embargo, la única fuente de plusvalor y, por tanto, de beneficio. El desarrollo de la tecnología reduce los beneficios en su totalidad. Durante un siglo y medio, sin embargo, la ampliación de la producción de mercancías a escala mundial pudo compensar esa tendencia a la disminución del valor de cada mercancía. 14 Después de los años 60, este mecanismo —que ya no era otra cosa que una huida hacia delante permanente— se encasquilló. El aumento de la productividad favorecido por la microelectrónica paradójicamente puso en crisis al capitalismo. Eran necesarias inversiones cada vez más gigantescas para poner a trabajar, conforme a los estándares de productividad del mercado mundial, a los pocos obreros que quedaban. La acumulación real del capital amenazaba con detenerse. Fue en ese momento cuando el “capital ficticio”, como lo llamaba Marx, levantó el vuelo. El abandono de la convertibilidad del dólar en oro en 1971 eliminó la última válvula de seguridad, el último anclaje en la acumulación real. El crédito no es otra cosa que una anticipación de las ganancias futuras previstas. Pero cuando la producción de valor, y en consecuencia de plusvalor en la economía real se estanca (lo que nada tiene que ver con un estancamiento de la producción de cosas; pero es que el capitalismo gira en torno a la producción de valor y no de productos en cuanto valores de uso), solo las finanzas permiten a los propietarios de capital extraer beneficios que ahora son imposibles de obtener en la economía real. El ascenso del neoliberalismo a partir de 1980 no fue una sucia maniobra de los capitalistas más ávidos, ni un golpe de Estado gestado con la complicidad de políticos complacientes, como quiere creer la izquierda “radical”. El neoliberalismo era, por el contrario, la única manera posible de prolongar todavía un poco más la vida del sistema capitalista. Un elevado número de empresas e individuos pudieron mantener durante largo tiempo una ilusión de prosperidad gracias al crédito. Ahora también esta muleta se ha roto. Pero el retorno al keynesianismo, evocado por todos lados, será del todo imposible: ya no hay dinero “real” suficiente a disposición de los Estados, es decir, dinero que no haya sido creado por decreto o por la especulación, sino que sea el fruto de una producción de mercancías conforme a los estándares de productividad del mercado mundial. Por el momento, los “decisores” han aplazado un poco el Mene, Tekel, Peres, añadiendo otro cero a las delirantes cifras escritas sobre las pantallas y a las cuales ya no corresponde nada. Los préstamos acordados para salvar a los bancos son diez veces superiores a los agujeros que hacían temblar los mercados hace 14 Para una explicación más detallada de ese fenómeno, véase mi texto “¡Decrecentistas, un esfuerzo más!”, en Crédito a muerte, p. 199sq. algo todavía peor. Tal vez se produzca una recuperación pasajera durante algunos años. 16 Pero el fin del trabajo, del vender, del venderse y del comprar, el fin del mercado y del Estado — categorías todas ellas que no son en modo alguno naturales y que desaparecerán algún día, del mismo modo que ellas reemplazaron a otras formas de vida social— es un proceso de larga duración. La crisis actual no es ni el principio ni la conclusión de ese proceso, sino una etapa importante. Pero ¿por qué este análisis, que es casi el único que se ve confirmado por la reciente crisis, suscita tan poca atención? En esencia, porque nadie puede verdaderamente imaginarse el fin del capitalismo. La simple idea provoca un miedo atroz. Todo el mundo piensa que tiene demasiado poco dinero, pero no hay quien no se sienta amenazado en su existencia, incluso en términos psíquicos, cuando parece que el dinero va a desvalorizarse y perder su papel en la vida social. En la crisis, más que nunca, los sujetos se aferran a las únicas formas de socialización que conocen. Existe un acuerdo general al menos sobre una cosa: hay que seguir vendiendo, vendiéndose y comprando sin descanso. Por eso resulta tan difícil reaccionar ante esta crisis u organizarse para hacerle frente: porque no se trata de ellos contra nosotros. Habría que combatir contra el “sujeto automático” del capital, que habita igualmente en cada uno de nosotros, y, en consecuencia, contra una parte de nuestras costumbres, gustos, coartadas, inclinaciones, narcisismos, vanidades, egoísmos… Nadie quiere mirar al monstruo a la cara. ¡Cuántos delirios se proponen, en lugar de poner en cuestión el trabajo y la mercancía, o simplemente el coche! “Grandes científicos” disparatan sobre satélites gigantes capaces de reflejar parte de los rayos solares o sobre aparatos capaces de enfriar los océanos. Nos proponen “producir verduras en invernaderos hidropónicos o incluso aeropónicos” y fabricar carne “directamente a partir de células madre”; o, literalmente, ir a buscar los recursos escasos a la luna: “Encierra, entre otras cosas, un millón de toneladas de helio 3, el carburante ideal para la fusión nuclear. Una tonelada de helio 3 debería valer en torno a 6 mil millones de dólares, habida cuenta de la energía que puede generar. Y ésta no es más que una de las razones por la que tantos países se interesan por un retorno a la luna”. 17 En la misma línea, se nos propone que nos “adaptemos” al cambio climático, en lugar de combatirlo. 18 En vez de escapar del “terror económico”, se acrecienta la amenaza: “Ahora más que nunca, las organizaciones y los seres humanos que sepan, quieran y puedan adaptarse tienen un futuro económico y social. Los defensores del inmovilismo podrían perder toda empleabilidad” 19 y, en consecuencia, desaparecer de la faz de la tierra. Malthus ya lo había advertido: el hambre es lo que mejor educa para el trabajo. Todo aquello que no sirva a la valorización del capital es un lujo y, en tiempos de crisis, el lujo está fuera de lugar. No es ninguna perversión; es completamente lógico en una sociedad que ha hecho de la transformación del dinero en más dinero su principio vital. 16 Durante los últimos decenios, después de cada crisis, hemos asistido a una “recuperación” —sobre todo, de los índices bursátiles— que parece demostrar que todo esto no es más que una cuestión de ciclos, de alzas y bajas. Pero ninguna de esas “recuperaciones” era fruto de un nuevo modo de producción que utilizase masivamente el trabajo de manera rentable. No se trataba más que de crecimientos ficticios de valor, obtenidos vendiendo y comprando títulos e invirtiendo, en ocasiones, ese capital ficticio en el sector inmobiliario, el consumo o la compra de servicios; lo cual creó en cada ocasión burbujas financieras aún más grandes y aún más desprovistas de fundamento. 17 A modo de castigo, ofrecemos aquí al público el nombre del autor de estas palabras: “Plus de croissance est en nous”, de Xavier Alexandre, Le Monde del 30 de noviembre de 2008, “Chroniques d’abonnés”. 18 “S’adapter au changement climatique plutôt que de le limiter?”, Le Monde del 21 de agosto de 2009, sobre el estudio que el Centro del Consenso [!] de Copenhague le confió a la fundación científica italiana “Enrico Mattei”, vinculada al grupo petrolero italiano ENI. 19 El mismo castigo que para el otro: “Le previsible déclin du salariat”, de Camille Sée, Le Monde del 9 de agosto de 2009, “Chroniques d’abonnés”. Un cuadro apocalíptico, nos replicarán: se nos anuncia el fin del capitalismo, cada vez que se encuentra en dificultades, desde que nació. Sin embargo, resurge después de cada crisis, como el ave fénix renace de sus cenizas. Y, al mismo tiempo, cambia en cada una de ellas, de modo que es muy diferente hoy de lo que era en 1800, en 1850 o en 1930. ¿No estaremos asistiendo a otra mutación de este tipo, en la que capitalismo cambia para perdurar mejor? ¿Por qué habría de ser esta crisis peor que cualquier otra desde hace más de 200 años? ¿No podría el capitalismo seguir existiendo bajo formas atípicas, entre catástrofes y guerras? ¿No sería la crisis la forma eterna de su existencia, e incluso la de las sociedades históricas en general? Enumerar la lista de todas las disfunciones del capitalismo actual —prosigue la objeción— no puede constituir una prueba de su crisis final más que si se toma el breve periodo fordista de estabilidad por el único funcionamiento posible del capitalismo, y todas sus otras formas de existencia por desviaciones. Las guerras civiles en África y la refeudalización en Rusia, el fundamentalismo islámico y la precarización de Europa demostrarían tan solo que era imposible extender el modelo fordista al mundo entero, pero no la quiebra del capitalismo, que, en cuanto sistema mundial, consistiría justamente en la coexistencia de todas estas formas, cada una de las cuales sería, en su contexto, útil para el sistema mundial. El capitalismo también podría funcionar de forma muy diferente a como lo hacía en la Europa de los años 60, lo cual no haría más que demostrar su flexibilidad. Las destrucciones que provoca, de la atomización de los individuos y la disolución de la familia hasta las enfermedades psíquicas y físicas y la contaminación, no serían necesariamente un síntoma de su derrumbe; al contrario: crearían necesidades y sectores de mercado siempre renovados que permiten la acumulación del capital. Pero tal objeción no se sostiene: lo que describe es el nacimiento y la perpetuación de formas siempre cambiantes de dominación y de explotación, pero no la aparición de nuevos modelos de acumulación capitalista. Las formas “no clásicas” de creación de beneficios no pueden funcionar más que en cuanto participación indirecta en el mercado mundial y, en consecuencia, parasitando los circuitos globales del valor (por ejemplo: vendiendo drogas a los países ricos, ciertos países del “Sur” dirigen hacia ellos una parte del “auténtico” plusvalor obtenido en los países ricos). Si la creación de valor en los centros industriales se extinguiese por completo, lo propio ocurriría con los barones de la droga y los traficantes de niños. En tal situación, podrían como mucho forzar a sus súbditos a crear de nuevo para sus patrones un excedente agrícola, material. Pero ni siquiera los defensores más convencidos de la eternidad del capitalismo osarían llamar ya a esto un nuevo modelo de acumulación capitalista. En términos más generales, hay que tener siempre presente que los servicios no son un trabajo que reproduzca el capital, sino que dependen de los sectores productivos. Esto no solo lo afirma la teoría de Marx (y este aspecto, aún más que el resto, es algo que no ha llegado hasta los marxistas), sino incluso la experiencia de cada día: en tiempos de recesión, la cultura y la educación, la preservación de la naturaleza y la sanidad, las subvenciones a las asociaciones y la defensa del patrimonio, lejos de poder servir de “motor de crecimiento”, son las primeras en ser sacrificadas por “falta de fondos”. Por supuesto, no se puede “demostrar” en abstracto que asistimos al fin de la sociedad mercantil plurisecular. Pero ciertas tendencias recientes son efectivamente nuevas. Se ha alcanzado un límite externo con el agotamiento de los recursos —y sobre todo del recurso más importante y menos reemplazable: el agua potable—, así como con los cambios climáticos irreversibles, las especies naturales extinguidas y los paisajes desaparecidos. El capitalismo se encamina igualmente hacia una límite interno, pues su tendencia de desarrollo es lineal, acumulativa e irreversible, y no cíclica y repetitiva como otras formas de producción. Es la única sociedad que haya existido jamás que contiene en su base una contradicción dinámica, y no solamente un antagonismo: la transformación del trabajo en valor está históricamente condenada al agotamiento a causa de las tecnologías que reemplazan al trabajo. Los sujetos que viven en esta época de crisis externa e interna sufren también un desarreglo de las estructuras psíquicas que durante mucho tiempo han definido lo que es el hombre. 20 Estos nuevos sujetos imprevisibles se encuentran al mismo tiempo en situación de gestionar potenciales inauditos de destrucción. Finalmente, la reducción de la creación de valor en el mundo entero implica el hecho de que, por primera vez, existen —y en todos lados— poblaciones en exceso, superfluas, que ni siquiera sirven para ser explotadas. Desde el punto de vista de la valorización del valor, es la humanidad la que empieza a ser un lujo superfluo, un gasto que eliminar, un “excedente”. ¡Y aquí sí que se puede hablar de un factor completamente nuevo en la historia! Desgraciadamente, la “crisis” no trae consigo una “emancipación” garantizada. Hay mucha gente furiosa porque ha perdido su dinero, o su casa, o su trabajo. Pero esa furia en cuanto tal, a diferencia de lo que la izquierda radical siempre ha creído, no tiene nada de emancipadora. La crisis actual no parece propicia a la aparición de tentativas emancipadoras (al menos, en una primera fase), sino al sálvese-quien-pueda. Por otro lado, tampoco parece propicia a las grandes maniobras de restauración del orden capitalista, a los totalitarismos, al surgimiento de nuevos regímenes de acumulación a golpe de látigo. Lo que se avecina tiene más bien el aspecto de una barbarie a fuego lento, y no siempre fácil. Antes que el gran clash, podemos esperar una espiral que descienda hasta el infinito, una demora perpetua que nos dé tiempo para acostumbrarnos a ella. Seguramente asistiremos a una espectacular difusión del arte de sobrevivir de mil maneras y de adaptarse a todo, antes que a un vasto movimiento de reflexión y de solidaridad, en el que todos dejen a un lado sus intereses personales, olviden los aspectos negativos de su socialización y construyan juntos una sociedad más humana. A fin de que tal cosa se produzca, debería darse en primer lugar una revolución antropológica. Difícilmente puede afirmarse que las crisis y los hundimientos en curso facilitarán semejante revolución. E incluso si la crisis implica un “decrecimiento” forzado, éste no tiene por qué ir en la buena dirección. La crisis no golpea primero a los sectores “inútiles” desde el punto de vista de la vida humana, sino a los sectores “inútiles” para la acumulación del capital. No será el armamento el que sufra reducciones, sino los gastos sanitarios; y una vez que uno acepta la lógica del valor, resulta bastante incoherente protestar contra ella. ¿Hay que empezar entonces con cosas pequeñas, con la ayuda entre vecinos, los sistemas locales de intercambio, el huerto en el jardín, el voluntariado en las asociaciones, las “AMAP”? 21 A menudo, tienen su gracia. Pero querer impedir el derrumbe del sistema mundial con tales medios equivale a querer vaciar el mar con una cuchara. ¿Adónde conducen estas consideraciones desengañadas? Cuando menos, a un poco de lucidez. Se puede evitar así formar parte de los populistas de toda condición, que se limitan a echar pestes contra los bancos, las finanzas y las bolsas, y contra quienes se supone han de controlarlos. Este populismo acabará fácilmente en la caza de los “enemigos del pueblo”, por abajo (inmigrantes) y por arriba (especuladores), 22 evitando toda crítica dirigida contra las 20 Ver, a este respecto, los ensayos de la última parte de Crédito a muerte. 21 “Asociación para el Mantenimiento de una Agricultura Campesina”: forma asociativa en la que los consumidores se comprometen por adelantado a comprar los productos (generalmente orgánicos) de una granja local. 22 Tanto la izquierda como cierta derecha han protestado (al menos, en Estados Unidos) contra el rescate de sangría saludable y se podrá volver a iniciar con una economía real más sólida. ¿De veras? Hoy, conseguimos casi todo pagando. Es el caso, más específicamente, pero no exclusivamente, de la mayoría de la población que vive en las ciudades y que no podría ni alimentarse con su propia producción, ni calentarse con sus propios recursos, ni tener luz, ni curarse, ni desplazarse de manera autónoma. Ni siquiera durante tres días. Si el supermercado, la compañía de luz o el hospital dejaran de aceptar un dinero “bueno” (por ejemplo una moneda extranjera fuerte, y no los billetes impresos por el banco nacional, ya completamente desvalorizados), o si ya no hubiera mucho, llegaríamos muy pronto al desamparo más completo. De estar lo suficientemente numerosos y listos para la “insurrección”, todavía podríamos asaltar el supermercado o conectarnos directamente a la red eléctrica. Pero una vez que la tienda deje de ser abastecida y que la central eléctrica se pare por no poder pagar sus trabajadores y proveedores, ¿qué haremos? Podríamos organizar un sistema de trueque, nuevas formas de solidaridad e intercambios directos: hasta sería una magnífica ocasión para renovar el “vínculo social”. Pero, ¿quién puede creer que lo lograremos en poco tiempo y a larga escala, en medio del caos y los pillajes? Regresaremos todos al campo, dicen algunos, para tener acceso directo a las materias primas. Qué pena que durante tantos años la Comunidad Europea haya pagado a los campesinos para cortar sus árboles frutales, arrancar sus viñedos y sacrificar a su ganado... Después del derrumbe de los países de Europa del Este, millones de personas sobrevivieron gracias a algún pariente que vivía en el campo y tenía una pequeña hortaliza. ¿Quién podría decir lo mismo en Europa occidental o Norteamérica? Quizás no lleguemos a estos extremos. Pero, incluso un derrumbe parcial del sistema financiero nos confrontaría con las consecuencias del siguiente hecho: nos encontramos atados de pies y manos con el dinero, ya que se le encomendó la tarea exclusiva de asegurar el funcionamiento de la sociedad. Dicen que el dinero existió desde los primeros momentos de la historia. Pero, en las sociedades precapitalistas, tenía un papel meramente marginal. Sólo en las décadas más recientes hemos llegado al punto de que cada manifestación de la vida (o casi) pasa por el dinero. Ahora, este se ha infiltrado en los rincones más profundos de la existencia individual y colectiva. Sin el dinero que hace circular las cosas, somos como un cuerpo privado de sangre. Pero el dinero sólo es “real” cuando es la expresión de un trabajo efectivamente realizado y del valor en el cual se representa este trabajo. Por lo demás, el dinero no es más que una ficción, basada exclusivamente en la confianza mutua de los actores – una confianza que puede llegar a evaporarse, tal como lo estamos viendo actualmente. Asistimos a un fenómeno que la ciencia económica no había previsto: no la crisis de una moneda y de la economía que ésta representa, creando así una ventaja para otra moneda más fuerte. El euro, el dólar y el yen están todos en crisis, y los pocos países a los cuales las agencias evaluadoras todavía atribuyen un AAA, no tendrán la capacidad suficiente como para salvar a la economía mundial. Ninguna de las recetas económicas propuestas está funcionando. En ninguna parte. El mercado libre no funciona mejor que el Estado, la austeridad no sirve más que la reactivación mediante la demanda, el keynesianismo no más que el monetarismo. El problema se ubica en un nivel más profundo. Asistimos a una desvalorización del dinero en cuanto tal, a la pérdida de su papel, a su obsolescencia. No por una decisión consciente por parte de una humanidad por fin cansada de lo que ya Sófocles llamaba “la más funesta de las invenciones humanas”, sino por un proceso no controlado, caótico y extremadamente peligroso. Es algo así como quitarle su silla de ruedas a alguien después de haberlo privado del uso de sus piernas durante mucho tiempo. El dinero es nuestro fetiche: un dios que nosotros mismos hemos creado, del cual creemos que dependemos y al cual estamos dispuestos a sacrificar todo con tal de aplacar su ira. ¿Qué hacer? No hacen falta los vendedores de recetas alternativas: economía social y solidaria, sistemas de intercambios locales, monedas alternativas (como monedas fundantes), ayuda mutua ciudadana... En el mejor de los casos, esto sólo podría funcionar en algunos pequeños nichos, mientras alrededor lo demás sigue funcionando. Por lo menos, hay algo seguro: no es suficiente “indignarse” frente a los “excesos” de las finanzas y la “codicia” de los banqueros. Aunque ésta existe efectivamente, no es la causa, sino la consecuencia del agotamiento de la dinámica capitalista. La sustitución del trabajo vivo – única fuente de valor que, bajo la forma-dinero, es la finalidad exclusiva de la producción capitalista – por tecnologías que no crean valor, llegó a secar casi por completo la fuente de la producción de valor. Obligado por la presión de la competencia a desarrollar nuevas tecnologías, el capitalismo ha cortado la rama sobre la cual estaba sentado. Este proceso, que desde un principio es parte de su lógica fundamental, ha rebasado en las últimas décadas un umbral crítico. La no rentabilidad del uso del capital no ha podido ser ocultada sino a través de una expansión cada vez más masiva del crédito, que es un consumo anticipado de las ganancias esperadas para el futuro. Ahora, hasta esta prolongación artificial de la vida del capital parece haber agotado todas sus posibilidades. Por lo tanto, debemos plantearnos la necesidad – pero al mismo tiempo constatar la posibilidad, la oportunidad – de salir de un sistema basado en el valor y el trabajo abstracto, el dinero y la mercancía, el capital y el salario. Este salto hacia lo desconocido puede asustar, incluso a quienes no dejan de denunciar los crímenes de los “capitalistas”. Por el momento, prevalece la cacería de los malos especuladores. Aunque no podamos sino compartir la indignación frente a las ganancias de los bancos, hay que subrayar que dicha actitud se queda muy por debajo de una crítica del capitalismo como sistema. No es de sorprenderse si Obama y Georg Soros dicen entender esta indignación. La verdad es mucho más trágica: si los bancos caen y empiezan a darse quiebras en cadena, si dejan de distribuir dinero, estamos en peligro de hundirnos todos con ellos, pues desde hace mucho tiempo se nos ha privado de la posibilidad de vivir de una forma que no sea gastando dinero. Sería bueno volver a aprenderlo. Pero, ¡quién sabe a qué “precio” esto ocurrirá! Nadie puede decir honestamente que sabe cómo organizar la vida de decenas de millones de personas cuando el dinero habrá perdido su función. Por lo menos sería bueno admitir que ahí está el problema. Quizás, así como se perfila un después del petróleo, es tiempo de prepararnos para lo que vendrá después del dinero. Libros de Anselm Jappe en español Guy Debord, Anagramma, 1998. Crédito a muerte. La descomposición del capitalismo y sus críticos, Pepitas de calabaza, 2011. (con Robert Kurz y Claus Peter Ortlieb) El absurdo mercado de los hombres sin cualidades, Pepitas de calabaza, 2009. (con Jordi Maiso y José Manuel Rojo) Criticar el valor, superar el capitalismo, Enclave, 2015. Prólogo a Karl Marx, El fetichismo de la mercancía (y su secreto), Pepitas de calabaza, 2014. Otras publicaciones de la “Crítica del valor” Grupo Krisis, Manifiesto contra el trabajo, http://www.krisis.org/1999/manifiesto-contra-el-trabajo